Ricardo Álamo.- Entre algunas de las audaces pero también ingenuas y hasta contradictorias ideas que le gustaba repetir a Agustín García Calvo estaba aquella de que los textos literarios deberían darse a conocer sin la firma de su autor, para que quien se enfrentase a ellos no se dejara influir positiva o negativamente por el peso del nombre. Curiosamente, él nunca se aplicó su propio cuento y dio a la imprenta —a su propia imprenta además, que en 1978 bautizó como Editorial Lucina— prácticamente casi toda su obra, desde sus poemarios hasta sus ensayos filológicos y/o filosóficos, pasando por sus composiciones teatrales e incluso diversas traducciones de algunos clásicos, como Homero o Shakespeare. Yo tengo para mí que la idea de García Calvo bebía, en cierta medida, de aquella otra idea de Borges que decía que «todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe». Es decir, que la literatura, en todos sus géneros, sería algo así como un continuum que en determinados momentos se serviría de la pluma de un ejército de polígrafos a quienes la propia literatura les dictaría su «canción», unas veces en forma de poemas y otras en forma de novelas, relatos o lo que fuera, haciendo así que los autores no fuesen otra cosa que involuntarios ejecutores de los designios de esa poderosa diosa llamada Literatura. De más está decir que esa idea romántica (que bebe a borbotones del texto de Hesíodo donde este explica cómo el principio del Arte no está construido por la sabiduría de los hombres, sino por la sabiduría del cielo, y que por tanto lo que el hombre, el artista o el escritor construyan no se deberá tanto a su propia mano como a la divina mano de nieve de las Musas) es una idea que no consiente de ninguna manera con darle individualidad y estilo propios a —por decirlo en modo bohemio— los proletarios del Arte, cosa que por fortuna y por llevarle la contraria a García Calvo, a Borges y a Hesíodo, Antonio Moreno (Alicante, 1964) desmiente en cada uno de sus libros. Porque si hay algo que distingue la poesía y la prosa de Antonio es precisamente la voluntad de estilo, de un estilo reconocible, que como él mismo afirma en esta entrevista «son sus huellas dactilares», su «personalidad» o «una réplica de su identidad», ya que como decía Azorín que decía Buffon: «El estilo es el hombre». ¿Y qué hombre o qué estilo es Antonio Moreno? Pues un estilo íntimo, expresado a media voz, sin alharacas retóricas, que lo mismo se sustenta en la epístola moral de Fernández de Andrada que en Juan Ramón, Antonio Machado, Cernuda o la poesía china de Marcela de Juan. Alguien, en fin, que si por algo destaca en el panorama literario español es, paradójicamente, por haberse empeñado en no querer destacar pero al mismo tiempo en no querer renunciar al valor profundo y a la vez sencillo que le da a las palabras, que para él son el mejor modo de expresar y de adjetivar con una limpia exactitud los detalles de los paisajes y de los paisanajes que observa atentamente en el pequeño mundo que le rodea, y que unas veces pueden ser los sucesos que perfilan la evocadora memoria de su geografía familiar como otras el sucinto viaje a unas humildes pero también admirables bibliotecas esparcidas y medio ocultas en algunas poblaciones de la comarca alicantina. Por eso El viaje de las bibliotecas (Newcastle Ediciones, Murcia, 2025) más que un breve recorrido por los destartalados palacios de la bibliópola, es fundamentalmente el viaje al interior del alma de un escritor gustosamente provinciano que sabe mirar con sensibilidad e intensidad donde la mayoría no solemos mirar.
-¿Qué te impulsó a escribir El viaje de las bibliotecas?
Si digo que el entusiasmo, probablemente mi respuesta parecerá excesiva. Pero es así: El viaje de las bibliotecas responde a un estado de entusiasmo o exaltación ante las distintas realidades por las que la mirada del narrador de este libro transita. No hablaré de entusiasmo en el sentido etimológico de la palabra, porque eso ciertamente sería exagerado, pero sí de una especie de enardecimiento tranquilo, de euforia serena. No creo que la escritura literaria se origine en todos los casos porque la realidad resulte insuficiente, sino porque también nos causa admiración, porque nos afecta de un modo particular y nos emociona. El hecho de vivir y estar en contacto con cuanto existe puede generar una fértil combustión creadora. En la raíz de la escritura no tiene por qué hallarse necesariamente la insatisfacción, sino la fascinación. Suele ser así en ciertos ensayos o en los libros de viajes, y este del que ahora hablamos es, sobre todo, un libro de viajes. Ya me sucedió años atrás con Estar no estando, el relato de un recorrido a pie por tierras de Extremadura.
-En tu libro afirmas que la sabiduría no tiene mucho que ver con la letra impresa, entonces me pregunto yo para qué leer.
Leemos porque la lectura puede ser una de las formas más refinadas, sensitivas e intensas de estar a solas. Leemos porque la lectura es una de las mejores expresiones del silencio, y también un aprendizaje fundamental de la individualidad y la vida callada. Leemos para estar al mismo tiempo acompañados por otros y por nosotros mismos. La buena lectura es una hermosa expresión de la soledad habitada. Yo leo, en fin, por la misma razón por la que escribo: para ir más allá de mí; pero también para ser más yo mismo. En todo caso, la lectura puede ser un buen camino para aligerar el ego que alimenta ese pronombre personal de primera persona del singular. He preferido empezar contestando a la segunda parte de tu pregunta, ¿para qué leer? El caso es que nuestra cultura, que por muy digitalizada que esté sigue siendo una cultura del libro, ha identificado la sabiduría con los libros. Puede ser así, pero yo creo que los libros tienden a guardar más relación con los saberes. De hecho, he conocido a un buen número de personas con un alto grado de conocimientos bastante necias. A mi modo de ver, la sabiduría tiene muchísimo que ver con la mirada, con una actitud ante la vida; tiene que ver con el trato con los demás, con este mundo y con el tiempo. Y eso, aunque esté presente en ciertas páginas, no depende de las palabras impresas. Algunas de las personas más sabias y ejemplares que he conocido apenas leían, y no por desprecio a los libros, sino porque los libros no formaban parte de sus vidas. Recuerdo que en uno de los primeros que publiqué, hace muchos años, había un poema titulado «A un amigo iletrado», donde se hablaba acerca de esto. En estas consideraciones mías no hay, claro está, ningún desdén. Con todo, entre los bibliómanos y lectores compulsivos, es más fácil encontrar a un parlanchín que a un sabio. Es un lugar común citar los nombres de tres sabios de la humanidad que ni leyeron mucho ni tampoco escribieron.
-De todas las bibliotecas que has ido visitando en la provincia de Alicante, cuál ha sido la más pintoresca y por qué.
No sabría con cuál quedarme. Tampoco creas que me he dedicado a visitar tantas… La biblioteca Fernando de Loaces, en Orihuela, aparte de tener un notable fondo bibliográfico, sin duda es de las más bonitas. Hubo una, en Cocentaina, por la que sentí predilección, y que solía frecuentar cuando viví en Alcoy, siendo bastante joven. Pero la sustituyeron por otra con instalaciones impersonales y modernas. Aquella a la que me refiero estaba en el palacio condal de esa población, un imponente edificio de origen gótico. La biblioteca ocupaba el espacio de las antiguas caballerizas, con unas mesas dispuestas bajo unas bonitas bóvedas sin mucha altura. Era un lugar muy recogido, estupendo para hacer lo que a Bárbara, mi mujer, y a mí nos gustaba: pasar allí un par de horas trabajando o leyendo, para después salir a pasear un rato por las calles del pueblo, que eran muy tranquilas. Ahora que lo pienso, es algo similar a lo que se dice en El viaje de las bibliotecas.
-Has buscado bibliotecas sencillas y humildes. ¿Ese tipo de bibliotecas es el que mejor te representa?
Sí, diría que sí. Pero con ello no pretendo afirmar que yo lo sea… Que uno publique libros más bien revela lo contrario.
-En muchas páginas del libro evocas tu niñez, tu adolescencia, en un tono íntimo, como a media voz. ¿El viaje a las bibliotecas te ha servido de pretexto para hablar del pasado?
Antes te decía que El viaje de las bibliotecas es sobre todo un libro de viajes. Llegados a cierto punto de la vida, no sé, quizás a partir de los cuarenta, resulta inevitable que el presente dialogue ininterrumpidamente con el pasado, de un modo constante. Es un contrapunto iluminador, a menudo sorpresivo. Hay que tener muy en cuenta que lo pretérito no es en absoluto una realidad fija o estática, sino todo lo contrario: el pasado, nuestro pasado, nunca deja de cambiar, de evolucionar, de cobrar aspectos inéditos y transformarse; en definitiva, de construirse, tanto en la memoria como en el olvido, que también lo modela. En anteriores libros más decantadamente autobiográficos o de carácter memorialista he insistido en esta idea. Yo he vivido en algunas de las distintas poblaciones y comarcas presentes en este libro: en Alicante, donde nací, en Santa Pola, en Jávea y la zona de La Marina Alta, en Alcoy, en Elche, donde resido… Así que resulta lógico que los viajes espaciales de estas páginas en ocasiones se conviertan además en viajes al pasado, por la geografía de la memoria.
-Dices que este libro es un libro gustosamente provinciano, pero a continuación añades que esperas que no sea provinciano en el sentido desdeñoso que tiene la palabra provinciano. ¿Es que la vida en provincias sigue siendo hoy en día refractaria a lo más mundano?
No, no me parece que vivir en la provincia entrañe hoy los mismos inconvenientes que suponía antes, especialmente desde que, para bien y para mal, los usos y costumbres se han globalizado. Mis últimos años de docente transcurrieron en un medio rural, al que como quien dice fui deportado por razones administrativas y lingüísticas, y me sorprendió comprobar hasta qué punto el horizonte social se ha homogeneizado y nivelado en diversos aspectos… Pero lo provinciano como limitación localista y empobrecedora continúa existiendo. Basta con asomarse un poco a los intereses y a los nacionalismos de ciertos ambientes. En un sentido desdeñoso, lo provinciano tiene mucha relación con la miopía intelectual, con la limitación de perspectivas y la cortedad de vista. Pero al mismo tiempo la provincia para mí tiene el encanto de un tipo de vida más serena y reposada, más concentrada, cuyos intereses se remiten a lo universal que a todos nos afecta. Por eso digo que El viaje de las bibliotecas es un libro gustosamente provinciano. Amo los lugares medianos y los chicos, expresado en términos manriqueños.
-Parece ser que le enmiendas la plana a E. Jünger, que decía que a la hora de visitar una nueva ciudad había que ir a su mercado y a su cementerio, dado que tú añades que también hay que ir a conocer su biblioteca…
¿A Jünger? No creo que eso sea sólo cosa de Jünger. Lo he leído u oído decir unas cuantas veces, como también eso de que uno es, más que de donde nace, de donde cursa el bachillerato: ya lo he leído en Unamuno, en Canetti o en Max Aub, que ahora recuerde. Pero, centrándonos en la cuestión, sí es cierto que me gusta asomarme a la biblioteca de un lugar, acaso porque suelo fantasear imaginándome cómo viviría yo en ese sitio, y en él la biblioteca sería un espacio que pisaría con cierta regularidad… Creo que fue en Los Ortega, un libro de José Ortega Spottorno que leí precisamente gracias a un préstamo bibliotecario, donde su autor comenta cómo las bibliotecas públicas son sitios a menudo frecuentados por gentes más o menos raras y marginales. Lo mismo que el paisaje humano de un bar o de un rastrillo, en ocasiones puede ser interesante observar el de una biblioteca.
-Los libros, las bibliotecas son hermanos del silencio, pero España curiosamente es el segundo país más ruidoso del mundo, después de Japón. ¿Quizá por eso los españoles tenemos fama de ser los menos leídos?
En realidad, no sé si somos tan poco leídos como suele repetirse. Puede que sí, tenemos mucho sol y playa… Lo ignoro. Ruidosos, sin duda lo somos. Y si el ruido es un síntoma de barbarie, los españoles cada vez destacamos más… Otros dirían que el ruido es señal de vida. Decíamos antes que un libro es una buena escuela de silencio. Pues bien, también lo es una biblioteca, que a fin de cuentas viene a ser la morada de los libros. Por esta razón es tan necesario fomentar su uso entre los escolares y los estudiantes más jóvenes.
-En un pasaje de tu libro te preguntas para quiénes existen verdaderamente los libros y la cultura. ¿Es una pregunta retórica, con doble sentido, o crees que los libros y la cultura ya no sirven para casi nadie?
Está claro que hay una literatura de consumo y hasta una subliteratura destinada a un amplio número de lectores y otra más minoritaria, cuando no radicalmente solitaria. Los libros que escribo —y bastantes de los que leo— entran dentro del segundo grupo. Pero sabemos de sobra que esto siempre ha sido y seguirá siendo así. No abundan los lectores de poesía o de ciertos clásicos, por ejemplo, ni de muchos de los títulos que no entran en el género despótico de la novela; pero es fundamental que en los anaqueles de las bibliotecas haya un hueco para algunas de esas obras minoritarias. Conviene recordar que una biblioteca acaso es el lujo más refinado de cualquier sociedad. A veces es cuestión de tiempo o de azar llegar hasta estos anaqueles.
-A tenor de los pasajes que dedicas someramente a tus visitas a algunas bibliotecas de ciertos pueblos, se diría que te sirven de excusa para hablar más de esos pueblos, de sus gentes, de sus paisajes naturales que de las propias bibliotecas. ¿No será que para ti hay más vida fuera de los libros que dentro de ellos?
Planteas un tema que siempre me ha importado: la relación entre la vida y los libros o la literatura, una relación que cuando yo era joven sentí como una auténtica disyuntiva, de extremos antagónicos e inconciliables. Pero vuelvo a decir que este libro está planteado como un sencillo cuaderno de viajes. Por otra parte, si sus intereses únicamente se hubieran reducido a las bibliotecas, además de un poco excéntrico, sería el libro más pesado del mundo. Imaginemos a un enamorado que en los primeros tanteos de su relación no hablara más que de libros y de más libros… ¡Sería insoportable! Vamos, para salir huyendo. Los libros forman parte de la vida, y podrán ser fundamentales para algunos, pero son eso: una parte de la vida. En cualquier caso, considero erróneo pensar que hay más vida «dentro» o «fuera» de unas páginas —al menos para mí—, porque cuando un libro merece de verdad la pena está colmado de vida. Es un recipiente de vida. Cuando Walt Whitman escribió que, al tener sus Hojas de hierba en nuestras manos, más que un libro, en verdad tocábamos a un hombre, dijo una gran verdad.
-Del culto que haces a la Naturaleza y a su mudanza, se diría —y lo dices— que has aprendido en ella más que lo asimilado en los libros. ¿No es ese culto una forma de tirar piedras sobre tu propio tejado, el tejado recubierto de libros?
No, no lo creo. Esta respuesta conecta con lo que acabo de contestarte en la pregunta anterior. Con todo, recordemos que una imagen vale más que mil palabras, y que la naturaleza es una infinita constelación de imágenes que constituyen una permanente enseñanza. Eso es así. Ahora bien, los libros nos ayudan a focalizar, a ver mejor, a centrar la mirada, y desde luego a ampliarla. Por tal razón es bastante ocioso ponerse serios y establecer jerarquías. Mi tejado está tan cubierto de libros como de cielo abierto.
-Las bibliotecas son el refugio de una minoría. ¿Qué pasa con la mayoría?
Hoy en día ya se sabe que la generalidad es la que manda. No hablo de urnas y votos, sino de la fuerza imperativa de la grey, que inspira la mayor parte de las conductas y los modelos de relación social y de consumo. Siempre ha habido y habrá minorías. Pero a nuestros políticos parece que les conviene más cuidar de la mayoría, con las connotaciones de incultura o ignorancia que en tu cuestión acaso tiene esta palabra. No obstante, sería bueno para el progreso social que se fomentara el cultivo de unas élites, porque está claro que un país las necesita si pretende desarrollarse plenamente como Estado. Del mismo modo que le conviene una ciudadanía más formada. Por desgracia, las políticas educativas y culturales no parecen ir en esa dirección.
-Por lo mucho que encomias la vida de los pueblos pequeños y lo que desdeñas las “desapacibles jaulas gigantescas” en que se han convertido las ciudades, encuentro un eco o un reflejo del Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de Antonio de Guevara. ¿Hay algo de eso? ¿Esas “jaulas gigantescas” no tienen para ti ningún atractivo?
Por supuesto que los tienen, y muchos, que en ocasiones echo de menos, especialmente los grandes jardines y museos. No te aburriré enumerándolos, porque sería enhebrar una sarta de tópicos. Ya se sabe que todas las civilizaciones tienen más que ver con la civis que con el agro. Todo es matizable, pero cuando hago esa afirmación que citas, creo que tú o cualquier lector atento me entiende de sobra y perfectamente. Basta, para comprobarlo, tratar de salir a pie de cualquier ciudad, que ni siquiera tiene por qué ser muy grande: es como una jaula rodeada de asfalto, ruido, humo, coches… ¿O no? Ya hace mucho que rompimos con el medio. Por lo demás, reconozco un fondo horaciano en mi forma de sentir y de ver las cosas, es cierto.
-Por las descripciones (precisas, secas, sin alharacas retóricas) que haces de los lugares que vas visitando junto a tu mujer, Bárbara, y por cómo hablas puntualmente de las cosas y de las gentes que os salen al paso, como por ejemplo de Monóvar, el pueblo de Azorín, del que dices (de Mónovar, no de Azorín) que te resulta “añoso, adusto, como sacado de una estampa azoriniana”, a mí me da que también podría decirse lo mismo de tu estilo literario. ¿Crees que, en parte, bebe de la fuente de Azorín?
El estilo literario de un escritor son sus huellas dactilares. Dicho de otro modo: el estilo es la personalidad de quien escribe, una réplica de su identidad. Me gusta la frase de Buffon, que Azorín, por cierto, citaba: «El estilo es el hombre». En este sentido, si es que mi prosa tiene un carácter reconocible, diré que no bebe más de Azorín que de otros escritores, poetas fundamentalmente: Manrique, Garcilaso, Fray Luis, algunos sonetos de Quevedo, la epístola moral de Fernández de Andrada, Juan Ramón, Antonio Machado, Cernuda, Leopardi, Borges y el Whitman de Borges, Pessoa, la poesía china de Marcela de Juan, entre otros… Cito a quienes, con Gabriel Miró —muchísimo más que Azorín—, más me ayudaron a reconocer mi camino, junto al Séneca de las epístolas a Lucilio. «Mi» prosa nace de «mi» poesía, como una extensión de los poemas, que tienden a la verticalidad, mientras que la prosa configura estratos, gusta de la horizontalidad. En mi caso, la cercanía entre ambas —poesía y prosa— es evidente. El crítico José Luis García Martín la ha señalado, creo que bien. Dicho esto, cabe añadir que existe un claro parentesco en algunos de los escritores levantinos —Miró, Azorín, Gil-Albert, la Sánchez-Cutillas de Matèria de Bretanya, los diarios de César Simón—, entre los que me parece que me integro, como también el admirable Josep Pla. Ahora bien, considerar mi estilo meramente azoriniano lo considero simplificador. Hay puntos en común, claro, pero también claras diferencias.
-Algunas de las bibliotecas que has visitado tienen nombres de próceres locales, como no podía ser de otra manera: Francisco Salinas, en Callosa de Segura, o Rafael Navarro, en La Marina, nombres olvidados u olvidables, de los que tú mismo dices que más pronto que tarde será el destino de todos nosotros. Es una idea muy estoica, ya la dijo Marco Aurelio. ¿Presientes ya el propio olvido que serás?
Hace mucho tiempo que lo presiento. Los libros me han ayudado a sentirlo y a aceptarlo. Pero no hay ningún dramatismo en esta certeza. Al contrario, situarse ahí ayuda: resta hojarasca a los egocentrismos, le sitúa a uno, consuela. La eternidad spinoziana, el universo estoico, tan poco personalista, está impregnado de ese olvido. En él se evaporan todas nuestras nombradías. Qué pueril el afán de perpetuar el nombre. En esto no soy precisamente muy horaciano.
-“Saber mucho sobre un asunto en cierto modo es un tipo de hipertrofia”, dices en algún lugar de tu libro. Supongo que eso no se lo dirías nunca a tus alumnos… Además es una frase que me suena a algo así como a que el saber es peligroso… ¿Me la puedes explicar?
A los alumnos hay que decírselo casi todo, aunque yo he dejado de hacerlo porque llevo unos meses fuera de las aulas, recién jubilado. Tras esa afirmación podría estar el «Nada en exceso» grabado en aquel templo de Delfos. Ya sabemos lo que se dice en el Eclesiastés acerca del saber, y aquello de que donde hay mucho saber hay mucho dolor. Supongo que la frase que citas tiene relación con el grado de especialización al que las distintas áreas del saber han llegado en nuestra civilización, tan tremendo que pierde de vista el contexto. Ese ensimismamiento de la especialización asusta un poco, recuerda a aquel cuadro de Brueghel el Viejo, La parábola de los ciegos, en el que aparece un ciego guiando a otros ciegos. La actual sociedad postindustrial e hipertecnológica requiere ese tipo de «sabios», de una parcialidad algo hipertrófica.
-La edad te ha hecho más intransigente con algunas costumbres o conductas mundanas… ¿hay algo de barojiano en tu intransigencia?
No aguanto el ruido avasallador. No aguanto la imbecilidad televisiva, que es lo que impera en la calle y tiende a imitarse, ni la grosería. En este sentido, puede que sí me reconozca un fondo barojiano. Pero la humana estupidez —valga la redundancia— no sólo impacientaba a Pío Baroja. Exaspera a muchos otros, a poco que tengan una pizca de sentido común e inteligencia.
-“Una biblioteca personal cualquiera posee una vaga semejanza con una cárcel. Pero también con un refugio”. ¿No es contradictorio?
En El sueño de los vencejos, un libro de memorias centrado en mi infancia, refiero una anécdota. Mi familia vivía frente a la antigua prisión de Alicante. Desde el balcón veíamos a los presos. No olvidaré el llanto desconsolado de un hombre, prácticamente un anciano, recién salido de la cárcel. Imploraba, gemía, golpeaba tembloroso la puerta, rogando que la abrieran y le dejaran volver adentro. Seguramente ya no reconocía la calle a la que lo habían devuelto. Le resultaba hostil. Para él su hogar era aquel recinto amurallado. Acaso debiera matizarla, pero creo que esta metáfora puede servir para aclarar un poco esa aparente contradicción que señalas.
-Al margen de las bibliotecas que has visitado, ¿me podrías decir cómo es la tuya?, ¿cuántos libros tiene?, ¿cómo está ordenada?, ¿qué géneros predominan en ella?
Diría que es una biblioteca dispersa y bastante caótica: esparcida aquí y allá, arriba y abajo, en una habitación y otra. Soy un lector caprichoso y desorganizado. No tengo ni idea de cuántos libros puede haber, supongo que unos miles, pero no muchos. Cuando era muy joven los contaba. Hay títulos nuevos que entran, otros que salen. Los libros de poemas tal vez sean los más numerosos y medio ordenados, cronológica y lingüísticamente, por sus idiomas de origen. Aunque tampoco aquí hay demasiado orden… En alguna ocasión he fantaseado con la siguiente idea: si esta biblioteca nuestra fuese la última del mundo, algo así como un arca de Noé, pero en libros, ¿qué se salvaría del diluvio? Se salvarían un número considerable de los clásicos que importan, la vieja y polvorienta Larousse, unos cuantos ensayos, algunos autores supuestamente menores que sin embargo acompañan, algunas memorias, algunos diarios. Lo suficiente para comenzar de nuevo.
-¿Cómo te imaginas un mundo sin bibliotecas, sin libros?
¿Sin bibliotecas? Menos civilizado, más pobre. ¿Sin libros? Podría ponerme tremendo y decir que como aquel preso al que habían echado de su mundo amurallado… Sencillamente diré que no puedo imaginarlo.
-¿Cuál es para ti la biblioteca ideal?
Ya no tengo edad para hablar de la biblioteca utópica o ideal, sino de la biblioteca conocida y real, es decir, la que he vivido, la que me rodea. Y me refiero a «la que me rodea» porque, además de los libros de nuestra casa, en esta biblioteca real incluyo igualmente los otros libros de las distintas bibliotecas que piso y he pisado a lo largo de mi existencia. Esas bibliotecas vienen a ser una prolongación de la mía. La verdad es que todas ellas conforman una única e invisible biblioteca, del mismo modo que todos los hablantes que lo comparten constituyen esa entidad abstracta, colectiva y omnisciente que es un idioma. Mi biblioteca pensada se parece a esta vasta biblioteca.
Agustín García Calvo nunca dijo lo que afirma este señor. Se ve que no lo entendió bien.
No encontrará el lector un texto en el que Agustín dé tales recomendaciones y menos con un “debería”. No era dado a soluciones ni consejos. Si usted lo ha leído, bien lo tendría que saber.