Andrés G. Muglia.
No sé muy bien qué dispara este sentimiento, pero es bastante claro desde las primeras líneas de texto cuando leemos algo que advertimos una obra maestra. Quizás el estilo reposado con las que se acerca al mundo ficticio que nos describirá a continuación, con sus personajes medio reales medio imaginarios, con sus escenarios, con sus objetos inefables que nos imaginamos reales. Quizás porque alguno de esos mismos personajes se nos hace familiar antes de terminar de conocerlo, como este Giovanni Drogo, un teniente recién salido de la academia que es destinado a la fortaleza Bastiani, en las fronteras de un país imaginario que bien podría ser Italia. Como sea, a los pocos párrafos de comenzar a leer “El desierto de los Tártaros” uno sabe que, como este bisoño teniente que queda fascinado bajo el influjo de la fortaleza Bastiani, no podremos dejar de desprendernos de la lenta cadencia que emana “El desierto de los Tártaros” hasta que concluyamos el relato.

Drogo proviene de una familia acomodada, como todos los oficiales, no tiene que subir por la enojosa pendiente de la carrera militar: sargentos, cabos, soldados permanecen a sus pies desde el inicio. Sus compañeros de juerga en la ciudad son condes y otros retoños de familias cuyos apellidos cuentan algo. Por eso tal vez es doblemente duro el ser destinado a la fortaleza, un desnudo edificio entre dos desfiladeros que al sur recibe el polvoriento camino de la ciudad y hacia el norte limita con el misterioso desierto de los Tártaros, cuya frontera protege. Aunque nadie recuerda cuándo fue que los Tártaros amenazaron aquella olvidada frontera, o si en realidad lo hicieron alguna vez.
Pero el fuerte Bastiani no es solo un edificio. Es una elaborada metáfora donde la sutil prosa de Buzzati va entretejiendo una historia con contadísimos elementos (los que permite el desierto) que habla de las cosas profundas que se revelan cuando la condición humana se asoma a los límites. El límite de la frontera con el desierto, el de la paciencia de un hombre joven que ve con indefenso estupor cómo sus años se van yendo en aquella empresa inútil que es proteger una frontera que nadie atacará, el de la soledad que ese mismo hombre (incapaz de confraternizar cabalmente con sus pares) es capaz de soportar, y por fin, el límite del tiempo que se va yendo lentamente como el sonido de ese aljibe en medio de la noche que desvela al principio a Drogo, pero que luego, como la misma fortaleza de algún modo, se le hace entrañable e imprescindible.
La bella poesía que lentamente Buzzati desenvuelve en “El desierto de los Tártaros” con cada pequeña escena, con sus reflexiones nada rimbombantes pero tan bellamente profundas sobre el paso del tiempo, sobre la fatal soledad del hombre en el dolor y la tristeza, sobre los callejones sin salida a los que nos lleva la vida, la justicia inexistente del destino y el amargo engaño de esperar toda una vida para algo que, tal vez, no llegue nunca; como esta guerra que toda la guarnición de la fortaleza Bastiani aguarda desde su fundación hasta ese presente de letargo y decadencia.
Entretanto, Buzzati nos da algunas aguafuertes del desarrollo inercial de la recia maquinaria militar, que no sabe mucho de inteligencia pero sí de organización, reiteración y burocracia; de turnos de guardias inútiles, de contraseñas que se intercambian diariamente, y, sobre todo, del completo sinsentido de una máquina que funciona de un modo extremadamente eficiente (aún al costo del sacrificio de la vida de soldados y oficiales) pero que no se dirige hacia ninguna parte ni tienen ningún objetivo, más allá de permanecer encendida con esa latencia un poco ridícula de una alerta que gira sobre un punto desde el que jamás llega ninguna amenaza: la blanca y pedregosa llanura del desierto.
Kafka, en la descripción del sinsentido de la burocracia, en la evidencia de cómo cárceles de papeles y memorándums van rodeando a los miembros de cualquier organización (administrativa, militar, o la que fuere) y los empujan sin el menor concurso de su parte, hacia un destino que no reconocen, que sienten equivocado. Proust, en la percepción nebulosa, más relacionada con el sentimiento que con el pensamiento razonado, de que el tiempo es una sustancia aparentemente eterna en la juventud, pero que avanzando en la edad comenzamos a sentir correr irremisiblemente hacia la disolución. Autores que vienen a la mente cuando leemos “El desierto de los Tártaros”, dónde también la burocracia y el tiempo tejen su telaraña alrededor del protagonista. Pero también es importante la poesía, la sutil poesía disfrazada de prosa que se detiene en las cosas grandes de decir que alguien, Buzzati, puede decir:
“Drogo se dio cuenta de que los hombres, por mucho que quisieran, siempre permanecen alejados; si uno sufre, el dolor es completamente suyo, ningún otro puede tomar para sí ni una pequeñísima parte; si uno sufre, no por eso los otros sienten daño, aunque el amor sea grande, y eso provoca la soledad de la vida.”

