Cornell Cappa fundó en 1974 el Centro Internacional de Fotografía de Nueva York, un espacio dedicado a la fotografía comprometida con la realidad social y política, a esas instantáneas que ayudan a pensar y entender el mundo y, de algún modo, contribuyen a cambiarlo. El centro, hoy ubicado en una moderna sede en el Lower East Side, conserva un impresionante archivo de más de 200.000 fotografías y ofrece al público su colección permanente, exposiciones temporales y una renombrada escuela de fotografía. A una hora y media al norte de Manhattan, bordeando el lado este del río Hudson, en el cementerio de una pequeña localidad llamada Yorktown Heights, la profunda vocación de Cornnel Capa ha quedado para siempre grabada a la intemperie en una lápida de granito: “Fotógrafo comprometido», reza su epitafio resistiendo las inclemencias del tiempo.
A su lado, está la tumba de su hermano mayor, el legendario fotoperiodista Robert Capa, cofundador, junto a Cartier-Bresson entre otros, de la también legendaria Agencia Magnum y especialmente conocido en España por su cobertura de la Guerra Civil. Su icónica fotografía “El soldado caído” dio entonces la vuelta al mundo y sigue siendo un referente de la fotografía de guerra. De hecho, junto a su tumba, además de una pequeña bandera estadounidense y una cámara de fotos compacta, contrastan los vivos colores de un azulejo con la frialdad gris de la roca funeraria: se trata de una pequeña conmemoración de la Asociación de Informadores Gráficos de Talavera de la Reina, la conocida como “Ciudad de la Cerámica” española, dejada allí como sencillo homenaje.
El entorno es silencioso, tranquilo, de un verdor exuberante. El terreno desciende suavemente entre árboles y tumbas antiguas y descuidadas hasta una sencilla iglesia cuáquera, el movimiento religioso cristiano conocido por su compromiso con la paz, la no violencia y el trabajo humanitario. Cuentan que cuando Robert Capa murió en 1954 al pisar una mina cubriendo la guerra de Vietnam, pese a que en un principio pudo ser enterrado en el cementerio militar de Arlington (junto a Washington D.C) y pese a sus orígenes judíos, sus compañeros de la agencia Magnum y su familia decidieron que un lugar así se correspondería más con su verdadera esencia, la de haber sido un hombre de paz. “Es curioso que un hombre que se convirtió en el fotógrafo de guerra más famoso de su tiempo viviera tan comprometido con la paz”, comenta un amable voluntario que cumple su turno en el solitario lugar. “O precisamente por eso”, respondo en voz baja.
En una casita adyacente a la iglesia, pulcramente acondicionada, un grupo de residentes de esa tranquilísima localidad han creado “El espacio Capa”, un centro cultural y de exposiciones que tiene el objetivo de continuar con el legado de los hermanos Capa y fomentar el uso de la fotografía como medio para promover la paz, la justicia y la igualdad.
El espacio alberga ahora una exposición sobre la Guerra Civil Española con decenas de imágenes tomadas por Gerda Taro, extraordinaria fotógrafa, compañera profesional de Robert Capa y gran amor de su vida. Los dos cubrieron la guerra viajando por España y, de hecho, Gerda es la autora de los famosos retratos del fotógrafo, cámara en ristre, tomados en el frente de Segovia; así como de cientos de impactantes instantáneas de la vida de las tropas en el frente (soldados en pleno combate, descansando leyendo cartas, heridos transportados en camilla o moribundos en la cama de un hospital); y de momentos de la gente corriente, de esa que durante la guerra, piense como piense y sin tomar las armas, queda atrapada entre la sinrazón de los bandos. Al igual que Capa, pero muchos años antes, Gerda murió ejerciendo su profesión en el frente, arrollada por un tanque cuando regresaba de cubrir la Batalla de Brunete (Madrid). Fue enterrada en París el mismo día en el que habría cumplido veintisiete años, entre una multitud de miles de personas que siguió su cortejo fúnebre hasta el cementerio de Père Lachaise, dejando atrás el impresionante legado de su corta vida profesional.
Me voy del lugar pensando en la barbarie de ayer y de hoy, en la violencia que ha dejado manchas en la historia y en la que salpica de sangre y dolor el presente. Pensando también en los corresponsales y en los fotoperiodistas, testigos del horror de nuestros tiempos. En la futilidad de su encomiable trabajo si sus fotografías aparecen solo una fracción de segundo en la pantalla de cualquier dispositivo, mezclada en una cascada incesante de contenido; y en el inmenso poder de sus imágenes cuando se contemplan, en silencio, sin prisas, con los sentimientos despiertos, en un espacio como ese. Me voy también pensando en los casi doscientos periodistas muertos desde que Israel declaró la guerra contra Hamas tras los ataques terroristas del siete de octubre del 2023. Y en el brutal y despiadado encierro a la población civil de Gaza, al que ni la ayuda humanitaria ni los periodistas internacionales pueden acceder.
Y también me voy pensando en la pequeñez y en la grandeza del poder de las pequeñas asociaciones. En la sociedad civil organizada y comprometida que, aquí y allá y de las más diversas formas, crean pequeños reductos de harmonía, sensibilidad y reflexión que, como la fotografía comprometida, ayudan a pensar, entender el mundo y, de algún modo, contribuyen a cambiarlo.