Héctor Peña Manterola.
Creo que coincidiréis conmigo en que, dado el panorama social que vivimos, es un sinsentido que casi nadie lea cuentos. Madruga para llegar temprano al trabajo, achúchate en el metro, cuenta los minutos haciendo tus necesidades, desconecta de la luz azul para dormir… Hábitos vertiginosos, que no atómicos, que rigen nuestra rutina y la zarandean como el niño aquel que sacude su hucha de cerdo para rescatar los últimos céntimos. La lógica dictaría que, a menor tiempo disponible para la lectura, menor debería ser la extensión de estas; una regla de tres de las que ordenan la economía doméstica.

Y, sin embargo, no es así.
En estos tiempos de Feria del Libro, proliferan los compradores de obras de famosetes que no piensan leer nunca (el equivalente contemporáneo a comprar un ticket para un evento, solo que con un pesaje superior) o de larguísimas novelas que entroncan sagas y, a la larga, estructuran un universo. Pero nada de cuentos. Poca cosa hay que rascar, cuando la hay; otras, directamente, ni eso. Los compradores de antologías suelen hacerlo en los siguientes supuestos:
- Es un autor famoso (y, en ocasiones, muerto).
- Es un novelista que de vez en cuando publica colecciones de obras cortas.
- Conocen (personalmente) al autor.
- La autoría es compartida y el beneficio se destina a una causa benéfica.
Por supuesto, hay excepciones. De eso vengo a hablaros. De un libro que llegó a mí por casualidad, de un autor con el que tenía contacto en redes y que, reconozco, igual me hubiera pasado en una de estas ferias y que sin embargo se ha convertido en una de las mejores lecturas en lo que llevamos de año. El título es Un sitio donde estar a salvo, y el artista, porque no tiene otro nombre, es Eduardo Quijano.
En sus menos de 130 páginas, Eduardo narra cerca de una treintena de historias cortas (¡muy cortas!), cada una de ellas contundente como un gancho en el mentón. No le importa mezclar realidades, fantasías, realismo mágico… el abanico de recursos estilísticos y de géneros queda plenamente a su disposición para lograr un efecto demoledor en el lector. Así sucedió que, tras leer La única manera de vencer al cruel destino de la vida, tuviera que frotarme los ojos. «Qué demonios», pensé. «Estos, estos demonios», susurró la voz de Eduardo en mi cabeza, invitándome a pasar página. Y menudos demonios.
Condensados en relatos de dos, tres, cuatro o cinco páginas, Eduardo fabula en la psicología de lo cotidiano, sin moralejas obvias pero cinceladas en una capa inferior que permitirá, al lector avispado, establecer un paralelismo entre el humor presente y la situación extravagante (no todas lo son, si bien la mayoría se encuadran en un retrato extraño con alienígenas y vampiros) de cada relato y la realidad que nos abruma y empuja a tomar decisiones alineadas. Como él mismo dice: «La vida ya está perdida desde el principio. ¡Por lo menos échala a perder como tú quieras!».
El estilo de Eduardo es directo, alambicado pero sin que esto interfiera en el ritmo, ágil y adecuado a la extensión de las narraciones. El libro, en general, me recuerda a una bolsa de pipas Tijuana. Metes la primera en la boca, la chuperreteas, seccionas las cáscaras con los dientes y mordisqueas la pipa. Y a por otra. Así hasta que te quieres dar cuenta que la bolsa se acaba. En Un sitio donde estar a salvo te ocurrirá que no podrás parar de leer. Y, quizá, en ese ratito muerto que ahora llenas con el decimoquinto reel de gatitos, podrás aprender de Al Warren.
Un sitio donde estar a salvo fue publicado por Coleman Ediciones en marzo de 2025.

