El otro día, mientras paseaba al perro, me pregunté si era peor ser atracado por uno de esos viandantes con sudadera del Paris Saint-Germain o que la cubierta de mi próxima novela la hiciera una IA. Ambas alternativas, prolongadas en el tiempo, experimentaban un crecimiento exponencial. A mayor número de paseos, mayor era la probabilidad de recibir una puñalada en los riñones; al incrementar el número de publicaciones, lo haría, de manera equitativa, el riesgo de caer en las manos de la Gran Rapiñadora.

Si no he caído ya…

Pasados unos minutos regresé a casa, premié al perro por existir y me dispuse a continuar con mis quehaceres. Es decir, sentarme delante de la pantalla. Una cosa llevó a la otra y terminé pensando en aquellas hilanderas que hace unos cuantos siglos probaron el recién inventado telar mecánico. Con una capacidad de producción que duplicaba lo posible hasta ese momento, la reacción inicial fue de babosa fantasía. ¡Más tiempo para dedicarle a mis hijos!

Por supuesto, la tiranía siempre se ha valido de zarcillos. Lo realmente importante nunca ha sido el monto de la producción, una vez superados ciertos mínimos. Es la cuantía temporal la que pesa, la que alimenta a esa panda de vampiros energéticos que sorben, en pajitas antagónicas, vidas ajenas y recursos económicos. Ahí tenemos la reacción de los luditas destruyendo telares mecánicos y enfrentándose a la precariedad provocada por la industrialización.

El resultado fue que, hoy en día, la tecnología domina el mundo, mientras que de los luditas solo se acuerdan los ensayistas y los tecnólogos cuando necesitan promocionar el gran hit del año que apesta a controversia. Es inimaginable vivir sin smartphone. Si un mensaje no se envía al instante, gracias a un buzón de correo electrónico, nos daría un jamacuco. Y la televisión, a la carta.

La tecnología ha disparado la esperanza de vida de la humanidad, convirtiéndonos, a la par, en una versión perfeccionada de la abolida esclavitud en la que somos esclavos de nosotros mismos. Cada acción queda registrada en una base de datos remota. La eternidad depende de un ciberataque. Si eres capaz de producir más, no es para que trabajes menos, campeón: es para que ganemos más dinero y seamos mejores que la competencia, signifique lo que signifique eso. Y el que no pueda subirse al carro, que le zurzan.

La gran ola tecnológica del momento es la Inteligencia Artificial. Sus aplicaciones son innumerables y, al igual que el riesgo de recibir una puñalada trapera en Lavapiés, el vertiginoso ritmo de mejora (el famoso Deep learning) hace que de un año a otro los posibles se disparen. No hay empresa que no quiera disponer de ella, aunque no tenga claro para qué. Los distintos chats nos permiten organizar planes formativos, de marketing, redactar mejores correos electrónicos, generar código… e imágenes.

Cuando la mayoría de las aplicaciones no están mal consideradas al sentirse «prácticas», la generación de contenido «artístico» remueve las entrañas de un gran porcentaje de la población. La IA roba. Es la Gran Rapiña, sin necesidad de navaja ni de chándal. Cuando el robo se aplica a material científico o, de manera llana, formativo, parece que a nadie le importa. Alguien lo subió a la red, alguien lo compartió con el mundo, alguien se lo buscó. El tiempo invertido (o la retribución económica por tráfico de visitas a una determinada página web, por ejemplo) parece justificado porque cualquiera tiene derecho de hacer su trabajo mejor, más deprisa y con una curva de aprendizaje aplanada. He ahí el doble rasero.

En cambio, el artista debe invertir décadas en su formación, con independencia de la disciplina. La rapiña se produce cuando, dadas las dinámicas sociales de sobreexposición y cultura audiovisual, el susodicho ha creado una web para compartir su trabajo y abrir la veda de las comisiones. Entonces la IA accede, succiona y se va, como los saltamontes de la famosa película de animación. Esto posibilita al usuario ignorante en materia artística generar piezas llamativas en cuestión de segundos.

Tengamos en consideración que la definición de arte indica, como requisito, que sea creado por humanos. Ergo lo que genera la IA no es arte: son imágenes, o texto, o ruido.

Profundicemos algo más. Hoy en día, cualquier artista puede imprimir o copiar una ilustración que esté en la red. Es más, todos aprendemos de otros, de nuestros predecesores. Cogemos lo que nos gusta y lo aplicamos, le damos nuestro punto de vista. Este lleva siendo el motor del desarrollo artístico desde tiempos inmemoriales, pregúntale a cualquiera. Toma lo anterior, aporta tu visión, renómbralo para que sea diferente. Spoiler: la IA no tiene ninguno.

El problema, como yo lo veo, es lucrarse de un trabajo que no has hecho tú. Esto es más destacado en las disciplinas artísticas porque cada pieza expresa una porción del alma humana, sin embargo, muchísimos empleados de otros sectores ganan dinero gracias al apoyo de la inteligencia artificial, haciendo un trabajo optimizado muy por encima de sus capacidades. En mi opinión, y me mojaré, quitarle trabajo a alguien para que lo haga un robot es negativo, pero ¿no lleva sucediendo siglos? ¿Cuántos trabajos han desaparecido porque una máquina es capaz de hacerlo mejor y en menos tiempo? La respuesta está en cualquier empresa agropecuaria, o de construcción, o… de lo que sea.

Pero lucrarse del arte ajeno está feo, y el resultado, por lo general, deja mucho que desear. Yo no quiero que una IA escriba libros por mí; yo disfruto escribiendo, aportando mi punto de vista a esas historias enraizadas en la psique colectiva, haciendo que la experiencia del lector que se deja sus veintipico euros en mi novela sea única, no una amalgama genérica de lo que el ser humano entiende como sentimientos y tramas. No dudo de que con el tiempo surgirá una app que te permita generar una novela entera en cuestión de segundos, incluso un audiolibro, a partir de un formulario. Podrás leer o escribir la historia que quietas introduciendo cuatro parámetros. ¡Menuda revolución! (¡Menuda basura!, diré, porque me toca). Cuando llegue, se luchará esa guerra.

Pero volvamos a los ilustradores. Aquí es donde el debate se recrudece. El puesto de trabajo peligra, salvo en los grandes nombres. Hay muchas cubiertas hechas con IA, empiezan a verse booktrailers, y, con total seguridad, dentro de poco tendremos juegos de mesa. Como niño que recortaba imágenes de revistas y dibujaba sus propias cartas y fichas para juegos imaginarios, la IA es un juguete potentísimo, una vía de entretenimiento ponzoñosa y contaminante.

Una ilustración a medida es cara, créanme, lo sé de primera mano. Sin embargo, cuando el producto realmente merezca la pena, solo el ojo humano será capaz de hacer un diseño totalmente personalizado y perfecto (que, en un mundo ideal, sería siempre, pero todos sabemos que no es así). Con muchísimos lanzamientos editoriales, la tendencia, antes incluso de la irrupción de la IA generativa, es la de escatimar recursos. Ya no se contrataba a esos artistas. Se le pagaba a un diseñador gráfico para que valiéndose de Canva, Photosoft o la herramienta de turno, combinara imágenes de stock con fotografías y lienzos y diese con una portada decente y económica, al estilo de los ilustradores en nómina de los sesenta y setenta que preparaban decenas de libros de bolsillo por cuatro duros. En el caso de empresas pequeñas, estamos hablando de unas ventas de 200 a 500 ejemplares por título, dada la escasa distribución; invertir, no sé, 1.200€ en ilustraciones, es un agujero difícil de cubrir cuando por 150€ tienes un equivalente vistoso. Es en ese caso cuando la IA funciona de manera similar a como lo hace para un oficinista: amplía el número de recursos, pero el trabajo es el mismo. Puedes generar piezas independientes que integrar en el lienzo. Nada más. Aumenta la personalización de cada cubierta… robando a otros. Y, de nuevo, hay una clara intención de lucro, pero bajo las turbulentas aguas de la subsistencia económica transcurren corrientes oscuras.

Hablando con un buen amigo mío, un reconocido ilustrador, me comentaba en detalle el impacto de esta tecnología en su trabajo. Pongamos por ejemplo una empresa de videojuegos, que están en boga. En vez de seguir el procedimiento habitual de diseñar un personaje bidimensional y, a partir de ahí, convertirlo al 3D, gracias a la IA puedes contratar a un ilustrador o generar al personaje utilizando IA, usar otra aplicación de inteligencia artificial para obtener el diseño tridimensional, y retocarlo en ZBrush para que sea manipulable. Listo.

Por otro lado, dado el auge de las redes sociales, vinculadas al audiovisual, los autores necesitamos nuevas herramientas para promocionarnos. La lectura no encaja bien: es lenta, sobre un fondo monocromático, y requiere un esfuerzo del lector. Apabullar con fotografías de tu novela resulta cansino; hacerlo rodeado de gente, en presentaciones multitudinarias, atrae el éxito (¡algo tendrá para que tanta gente quiera oírle hablar de su libro!). Pero la realidad es que primero hay que llegar a esas personas, y no siempre se puede depender de la familia y los amigos, menos cuando los recursos económicos de tu editorial no se destinan a promoción ni posicionamiento en librerías. Te queda entrar por el ojo. La IA generativa permite transmitir con clips cortos las vibes de las obras. Un vídeo por aquí, un lienzo por allá sobre el que hablar de nuestra obra… Se trata de rapiñar, a la manera en que muchos autores llevan años haciéndolo, tomando imágenes de internet (muchas veces sin indicar los créditos correspondientes) para hablar de sus personajes y lugares. Seguro que habéis visto los posts de novelas románticas donde abundan las fotografías de machotes marcados y féminas de fémures quebradizos. En este sentido, no cambia nada, ya que nadie se lucra con la creación de ese contenido. No estás vendiendo ilustraciones generadas por IA, ni usándolas en las portadas de tus obras (por las que alguien pagará…). Estás creando contenido para llegar a más personas en redes sociales, igual que con el contenido prediseñado de Canva (y que, hoy en día, mucho podría estar hecho por IA…).

Solo se puede concluir de una manera: haciendo un llamamiento a la moral individual. Los luditas no triunfaron, y no triunfarán ahora, pero es posible hacer un uso responsable de estas tecnologías para hacer más atractivas las labores que ya estábamos haciendo (promoción, difusión), sin olvidarnos de que para hacer un trabajo bien hecho debe pagársele a un profesional. lo que vale su tiempo. El camino del medio, aunque viable, es un sendero accidentado. Bebe con moderación, pero no conduzcas.