Daniel González Irala.

Galardonada con el LXVI Premio de Novela Ateneo Ciudad de Valladolid, y publicada en el sello de Anaya, Algaida, no hubiéramos llegado a su lectura, si no es por el asombro que nos causó la más intimista y redonda Palos de ciego. Aquí el autor madrileño haciéndose también eco de una historia familiar que no tiene por qué ser la suya, quiere parecer y fundirse en intenciones con aquella en sus intenciones satíricas, pero para llegar a algo más explosivo, menos de denuncia social y a la vez más costumbrista.

El pretendido sentido del humor llega aún así al común lector que encuentra en estas tres partes deslavazadas de diferentes —o lo que podrían ser— novelas, por un lado la sombra de Caín y Abel en dos hermanos, Pablo y Fran que se aman y se detestan a partes iguales, y de otro los cuidados a un padre enfermo de Alzheimer (enfermedad que quien narra parece ignorar que no se hereda) que interrumpe las visiones trasnochadas y no tanto de Pablo, un periodista redactor de guías de viaje, que quiso escapar de su destino suburbial en un barrio ídem. Además, Pablo no solo enlaza estas desavenencias con recordatorios a novias que ha tenido durante su vida, sino que las enlaza con su pasión por el tabaco y el ajedrez por un lado, y con deportes como el montañismo profesional, del que el autor fue conocedor cuando guionizó varios capítulos de Al filo de lo imposible, por otro.

Dividida en tres partes, El país que fuimos quizá sea el que más centre el tiro en la familia; en ella se asegura que todo presente es pasado, en tanto en cuanto es desbaratable y se repiten los conflictos: los de una madre ausente, un tío facineroso y un padre cuyo hijo —el narrador, Pablo— está dispuesto a pagar sus herencias con reproches como el de su avituallamiento durante la enfermedad. Si Pablo fuese reconocible solo por este capítulo, sabríamos más de sus oscuras intenciones: Fran sale con Cris y esta termina enamorándose de su hermano, y por si no fuera poco lo que se nos cuenta, uno de los narratarios al primero —escritor solemne—, cuando Pablo le describe las curvas de Úrsula, médica del padre de ambos a quien también se benefició en su día, o mediante la presencia de otras como Manuela, una peligrosa y sádica vicetiple, o una china llamada Chan que reaparecerá en la tercera parte, El Taj Mahal, todo quedará debidamente deconstruido.

Otra mujer con la que Pablo sufrirá una cordial y resbaladiza historia de amor idealizado es la actriz Mónica Bellucci, a la que conoce en el Festival de Venecia de cine, mientras hace la cobertura de la sección oficial como crítico, y a la que seduce con un verso estoico que él pretende que parezca épico. Y es que «al recordar la infancia, la realidad pierde pie y se hunde en la gloria de las suposiciones y las narraciones de segunda mano».

En Horizonte de sucesos (así llamó también su autor a un libro de poemas que prácticamente salió a la vez que este) Torres, sin cambiar el narrador, pretende adivinar qué es esa cosa llamada futuro a través de la que se define el carácter de los personajes: «quién ha sido gordo de niño, será gordo toda la vida, se notaba en la forma de andar, en la manera de moverse o pedir perdón, en la estrategia de comer seleccionando primero los trozos menos atractivos y dejando los más sabrosos para el final». Para el lector más avisado de la novela, tal vez Fran haya intentado ser toda su vida escritor; y es que realmente serlo (o no), ese hecho a menudo viene dado por algo mucho más frívolo y menoscabado y también puede llevar a quien lo sufre al agujero más negro posible. En todo este andamiaje se apoya también la novela a través de sueños que en algún momento pudieron llegar a cumplirse a su pesar, como si la identidad también a veces fuese un lastre que todos arrastramos, y de cuyos atributos no se suelen cumplir jamás por más que insistamos en que así sea.