Horacio Otheguy Riveira.

Con el policía Charlie Bird Parker nace una serie de libros escrita por John Connolly. La saga es también conocida como Saga Todo lo que muere y contiene 22 libros en total, publicados en español entre 2004 y 2025.

1.-Todo lo que muere (2004)

2.-El poder de las tinieblas (2004)

3.-Perfil asesino (2005)

4.-El camino blanco (2006)

5.-Más allá del espejo (2011)

6.-El ángel negro (2007)

Todos los títulos en el orden cronológico de publicación.

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Todo lo que muere abre las puertas de un mundo siniestro, donde la capacidad humana para la crueldad no tiene límites, a menudo más bestial en gente de la llamada «buena sociedad». El sadismo de algunos se integra en fracturas sociales por donde también se filtra una tortuosa corriente sobrenatural.

Escrita con evidente dominio de investigaciones muy serias, la narrativa que compone Connolly -ya en esta primera obra- atrapa al lector de tal forma que cada pocas páginas necesita respirar serenamente para tomar distancia y continuar leyendo, seguro de no verse atrapado por la brutal caída en las mayores atrocidades… de gente fuera de toda sospecha, aliada de obsesiones sobrenaturales, todo guiado por un policía con perfil trágico y variedad de personajes muy interesantes.

PRÓLOGO 

En el coche hace frío, un frío sepulcral. Prefiero dejar el aire acondicionado al máximo para que la baja temperatura me mantenga alerta. Desde la radio apenas suena un murmullo, pero aún oigo una canción que se impone con cierta insistencia sobre el ruido del motor. Es R.E.M. en su primera etapa, algo que habla de hombros y lluvia. He dejado Cornwall Bridge unos quince kilómetros atrás; pronto entraré en South Canaan y luego en Canaan propiamente dicha, antes de cruzar la frontera del estado de Massachusetts. Ante mí, un sol radiante pierde intensidad a medida que el día se diluye lentamente en la noche.

La noche en que murieron llegó primero el coche patrulla lanzando destellos de luz roja en la oscuridad. Dos agentes entraron en la casa, con rapidez pero con cautela, conscientes de que acudían a la llamada de uno de los suyos, un policía que se había convertido en víctima en lugar de ser a él a quien recurrían las víctimas.

Permanecí sentado en el pasillo, con la cabeza entre las manos, cuando entraron en la cocina de nuestra casa de Brooklyn y echaron un vistazo a los cadáveres de mi esposa y de mi hija. Me quedé observando mientras uno de los agentes llevaba a cabo un breve registro en las habitaciones del piso superior y el otro inspeccionaba la sala de estar y el comedor; entretanto, la cocina reclamaba su presencia, les exigía que dieran fe de aquello.

Oí que informaban por radio de un probable doble homicidio y solicitaban la intervención de la Unidad de Delitos Graves. Percibí conmoción en sus voces, pese a que procuraban comunicar lo que habían visto de la manera más desapasionada posible, como correspondía a dos buenos policías. Quizá ya entonces sospechaban de mí. Eran policías, y ellos mejor que nadie sabían qué era capaz de hacer la gente, incluso uno de los suyos.

Y por eso permanecieron en silencio, uno junto al coche y el otro en el pasillo, a mi lado, hasta que llegaron los inspectores, seguidos de la ambulancia, y entraron en nuestra casa. Mientras, los vecinos iban apareciendo ya en los porches, tras las verjas, y algunos se acercaban para averiguar qué había ocurrido, qué desgracia había caído sobre la joven pareja de enfrente, la pareja de la niña rubia.

–¿Bird?

Al reconocer la voz, me pasé la mano por los ojos. Un sollozo sacudió mi cuerpo. Tenía ante mí a Walter Cole, y más allá a McGee, con el rostro bañado por los destellos del coche patrulla pero todavía lívido, afectado por lo que había visto. Se oía llegar más coches. Un enfermero apareció en la puerta y la atención de Cole se desvió hacia él.

–Está aquí el auxiliar médico –dijo uno de los agentes mientras el joven enfermero, delgado y pálido, esperaba a un lado.

Cole asintió y señaló hacia la cocina.

–Bird –repitió Cole, esta vez con tono más perentorio y severo–. ¿Quieres decirme qué ha pasado aquí?

Dejo el coche en el aparcamiento que hay frente a la floristería. Sopla una suave brisa y los faldones del abrigo juguetean alrededor de mis piernas como las manos de los niños. Dentro de la tienda el ambiente es fresco, más de lo normal, y huele a rosas. Las rosas nunca pasan de moda, ni de temporada.

Un hombre, agachado, examina con detenimiento las gruesas hojas cerosas de una planta pequeña y verde. Se yergue lenta y dolorosamente cuando entro.

–Buenas noches –dice–. ¿En qué puedo servirle?

–Quiero unas rosas. Una docena. No, mejor dos docenas.

–Dos docenas de rosas, muy bien, señor.

Es un hombre corpulento y calvo, de poco más de sesenta años, quizás. Anda con rigidez, sin flexionar apenas las rodillas. Tiene las articulaciones de los dedos hinchadas por la artritis.

–Este aire acondicionado hace cosas raras –comenta. Al pasar ante el obsoleto mando instalado en la pared, ajusta el termostato. No ocurre nada.

Es una tienda vieja, con el invernadero al fondo tras una mampara de cristal. Abre la puerta y empieza a sacar con cuidado rosas de un cubo. Después de contar veinticuatro, vuelve a cerrar la puerta y las deja en el mostrador sobre una hoja de plástico.

–¿Se las envuelvo para regalo?

–No. Basta con el plástico.

Me mira un instante y, cuando empieza el proceso de reconocimiento, casi oigo el ruido de las palancas del engranaje al bajar.

–¿Le he visto en alguna parte?

En la ciudad la gente tiene recuerdos efímeros. Fuera, los recuerdos son más duraderos.

[…] El denunciante, el inspector de segundo grado Charles Parker, declaró que había salido de la casa a las 19:00 h. después de discutir con su esposa, Susan Parker. Fue a la Tom’s Oak Tavern y estuvo allí aproximadamente hasta la 01:30 h. del 13 de diciembre. Entró en la casa por la puerta delantera y vio los muebles cambiados de sitio. Entró en la cocina y vio a su esposa y a su hija. Declaró que su esposa estaba atada a una silla de la cocina, pero que el cuerpo de su hija parecía haber sido trasladado desde la silla contigua y colocado sobre el cuerpo de la madre. Avisó a la policía a la 01:55 h. y esperó en el lugar del delito.

Las víctimas, identificadas en mi presencia por Charles Parker como Susan Parker (esposa, 33 años) y Jennifer Parker (hija, 3 años), estaban en la cocina. Susan Parker estaba atada a una silla en el centro de la cocina, de cara a la puerta. A su lado había una segunda silla, en la que todavía podían verse unas cuerdas alrededor de los barrotes del respaldo. Jennifer Parker yacía sobre el regazo de su madre, boca arriba.

Susan Parker estaba descalza y vestía vaqueros y blusa blanca. Le habían desgarrado la blusa y se la habían bajado hasta la cintura, dejando los pechos al descubierto, y tenía los vaqueros y la ropa interior a la altura de las pantorrillas. Jennifer Parker estaba descalza y vestía un camisón de flores azul.

Ordené a Annie Minghella, la técnica asignada al lugar del delito, que llevara a cabo una investigación completa. Cuando el forense Clarence Hall certificó la muerte de las víctimas y se procedió al levantamiento de los cadáveres, acompañé los cuerpos al hospital. Observé al doctor Anthony Loeb mientras usaba el instrumental de análisis en caso de violación, que posteriormente me entregó. Recogí las siguientes pruebas:

Fue otra discusión violenta, agravada por el hecho de producirse después de hacer el amor. Se avivaron los rescoldos de peleas anteriores: mis borracheras, lo abandonada que tenía a Jenny, mis arranques de amargura y autocompasión. Cuando salí de casa hecho una furia, los gritos de Susan me siguieron en el aire frío de la noche.

Había un paseo de veinte minutos hasta el bar. Cuando el primer trago de Wild Turkey me llegó al estómago, la tensión del cuerpo se me disipó y, una vez relajado, entré en la habitual rutina del bebedor: primero ira, luego sensiblería, tristeza, arrepentimiento, rencor. Cuando me marché del bar, sólo quedaban allí los casos perdidos, un coro de borrachos batallando con Van Halen en la máquina de discos. Tambaleándome, me encaminé hacia la puerta, me caí por la escalera de la entrada y me raspé dolorosamente las rodillas en la grava de la acera.

Y cuando volvía a casa con paso vacilante, mareado y con náuseas, obligué a virar bruscamente a varios coches cada vez que, en mis vaivenes, invadía la calzada y veía los rostros de alarma y enojo de los conductores.

Ante la puerta, busqué a tientas la llave y en el forcejeo por introducirla rayé la pintura blanca bajo la cerradura. Había muchas marcas bajo la cerradura.

Supe que ocurría algo anormal en cuanto abrí la puerta y entré en el vestíbulo. Al irme, la casa estaba caldeada, con la calefacción al máximo porque a Jennifer le afectaba mucho el frío del invierno. Era una niña preciosa pero frágil, delicada como un jarrón de porcelana. En ese momento hacía el mismo frío dentro de casa que fuera. Caído sobre la alfombra había un pedestal de caoba, y, rodeado de tierra y partido por la mitad, yacía el tiesto que antes sostenía. Las raíces de la flor de Pascua quedaban a la vista, con un desagradable aspecto.

Llamé a Susan una vez, luego otra, en esta ocasión levantando más la voz. Los vapores del alcohol empezaban a disiparse y tenía el pie en el primer peldaño de la escalera que subía a los dormitorios cuando oí batir la puerta trasera de la cocina contra el fregadero. Instintivamente me llevé la mano al Colt DE, pero estaba arriba en mi escritorio, donde lo había dejado antes de enfrentarme a Susan y a un nuevo capítulo de la historia de nuestro agonizante matrimonio. En ese momento me maldije. Más tarde, aquello se convertiría en el símbolo de todos mis fracasos, de todos mis cargos de conciencia.

Avancé con cautela hacia la cocina, rozando con las yemas de los dedos la fría pared a mi izquierda. La puerta estaba casi cerrada y la abrí despacio con la mano…

 

Volví a mi habitación y me duché. Llegó una camarera y limpió la habitación. Después me senté sobre las sábanas limpias y escuché los sonidos de la calle. Pensé en lo mal que había hecho las cosas, y en todas las personas que habían sido asesinadas por mi culpa. Me sentía como el Ángel de la Muerte; si me quedaba inmóvil en un jardín, la hierba moriría.