Horacio Otheguy Riveira.
«Se convirtió en uno de esos casos que marcan la carrera de un policía. Peter Manuel, Bible John y Enero Sangriento. Nadie sabía a ciencia cierta de dónde había salido ese nombre, es posible que no fuese más que un comentario oído de pasada en la calle Pitt o en un pub cerca de la Comisaría Central. Los periódicos lo pillaron al vuelo. Lo sacaron en los titulares de inmediato. El más famoso de ellos todavía cuelga de los paneles de algunas comisarías de la ciudad:
ENERO SANGRIENTO: ¿CUÁNTOS MÁS MORIRÁN?
Con el paso de los años, los policías que trabajaron en el caso «Enero sangriento» les dirán a los más jóvenes que no tienen ni la más remota idea de hasta qué punto fue importante ese asunto en su época. Seis cadáveres en una semana. Se sentarán en los pubs y echarán la vista atrás, jubilados ya, entrados en carnes y bebiendo demasiado porque no tendrán nada mejor que hacer.
Les contarán batallitas sobre lo cerca que estuvieron de resolver el caso cuando se produjo el arresto o cuando encontraron alguno de los cuerpos. Los más jóvenes sonreirán sin dejar de asentir, escuchando con la otra oreja los resultados de los partidos de fútbol en el televisor, pensando: «No pudo ser tan malo.
Pero lo fue.»
Vicios sexuales y violentos en los 70 de Glasgow
Con este breve prólogo comienza una novela que se desarrolla en aquella época, aquel 1973 (una década que ocupa las seis novelas publicadas hasta la fecha).
Y lo hace con personajes variopintos en una gran ciudad portuaria como Glasgow con su buena dosis de pobreza, miseria y degradación, mientras la población más rica de la urbe crece descontroladamente con drástico abuso de poder.
Una novela negra que presenta a un detective de la Policía que no se parece a ningún otro. Y es que Harry McCoy apenas tiene 30 años, está enamorado de una bella prostituta, y su amplia experiencia no le impide recibir somanta de palos, desaires de otras féminas, y toda clase de humillaciones hasta que las cosas llegan a tomar un cauce de sólida resistencia; un perfil más certero para su noble figura de tipo compasivo y honesto, que debe lidiar con un compañero de ruta veinteañero tan ingenuo como, a menudo, valiente. Y enfrentarse a menudo a un jefe tan exigente como -a veces- solidario, el comisario Murray.
Cualquier ciudad, por pequeña que sea, está de hecho dividida en dos: una, la ciudad de los pobres; otra, la de los ricos; están en guerra una con otra. PLATÓN

«Uno
McCoy recorrió el pasillo en dirección a las escaleras. Los tacones de sus zapatos repiqueteaban sobre la pasarela metálica. Su aliento formaba una nubecilla de vapor frente a él. No cambies nunca, Barlinnie. Congelarse en invierno y asfixiarse de calor en verano.
El viejo edificio victoriano estaba en las últimas. No fue pensado para la cantidad de presos que ahora se hacinaban en su interior. Tres, a veces cuatro reclusos metidos en una celda pensada para dos personas.
Con razón toda la prisión apestaba. El hedor de los cubos de basura repletos mezclado con el sudor rancio era tan intenso que se pegaba a la garganta en cuanto uno traspasaba las puertas; y se quedaba enganchado a la ropa cuando uno se iba.
Había frecuentado la prisión desde sus primeras semanas en el puesto. Lo único bueno en relación con Barlinnie era que te libraba de tener que ir a cualquier otro sitio. Allí acababan todo tipo de criminales de Glasgow. Desde violadores, asesinos y pederastas hasta viejos que habían perdido el norte y aquellos a los que habían pillado saliendo de la cooperativa con dos latas de salmón bajo el jersey poco después de haber enterrado a sus esposas. Barlinnie no le hacía ascos a nadie, los acogía a todos.
Los sicarios se reunían alrededor de la mesa de billar
Se apoyó en la barandilla de la pasarela y oteó, más allá de la red de malla y de la neblina de humo de tabaco, hacia la sala de recreo que se extendía abajo. Se reunía allí la habitual recua de presos dando vueltas con sus pantalones vaqueros y sus zapatillas de deporte blancas. Un par de tipos, cuyos nombres no fue capaz de recordar, jugaban al ping-pong.
Los sicarios de las bandas de Milton se reunían alrededor de la mesa de billar, todos ellos con largas cabelleras, bigotes y tatuajes de reformatorio. Uno de ellos señaló con el taco cuando dejaron a Jack Thomson, sentado en su silla de ruedas, frente al televisor, y todos rieron disimuladamente.
Un año antes se habrían acojonado ante la mera posibilidad de mirar a alguien como Thomson, pero ahora el pobre bastardo tenía tal abolladura en el cráneo que resultaba visible desde allí arriba, donde estaba McCoy. Es lo que pasa cuando alguien te golpea con una maza en las rodillas y después te lanza un par de golpes a la cabeza como quien no quiere la cosa. Ya no puedes andar y tu cerebro está tan triturado que ni siquiera sabes dónde estás.

Cárcel de Barlinnie, Glasgow.
McCoy se abotonó la gabardina hasta arriba y se sopló en las manos. Allí dentro hacía un frío de narices. Un tipo gordo y bajito se levantó de la mesa donde estaban jugando a cartas, le miró y asintió. Steph Andrews. A McCoy todavía le divertía pensar que nadie allí supiese que era un soplón.
McCoy rebuscó en el bolsillo, sacó una de las cajetillas de Regal que había traído consigo y la dejó caer por un lado. Steph la agarró al vuelo, se la guardó en el bolsillo y salió de allí antes de que nadie se diese cuenta. Ésa era la primera regla cuando visitabas Barlinnie: llevar cigarrillos. McCoy se inclinó un poco más sobre la barandilla, todavía no había logrado ver entre los presos al hombre por el que había ido allí.
—Hora de comer en el zoo, ¿eh?
Se dio la vuelta y vio que Tommy Mullen también estaba inclinado sobre la barandilla, a su lado. Mullen se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Cuando McCoy empezó a frecuentar Barlinnie, el pelo de Mullen era negro. Ahora lo tenía prácticamente gris.
—¿Cuánto tiempo te falta para jubilarte, Tommy? —le preguntó.
—Tres putas semanas más. Cuento los días.
—¿No te da pena marcharte?
—¿Estás de broma? Ya no puedo más. El hermano de mi mujer ha comprado una pequeña caravana en Girvan. Aire fresco. Estoy deseando alejarme de este lugar apestoso.
—¿Y éste qué querrá ahora? —preguntó McCoy—. Lo único que sé es que llamó a la comisaría para que viniéramos.
Mullen se encogió de hombros.
—¿Acaso crees que me lo diría? —Sacó un cigarrillo liado de su lata de tabaco y lo encendió.
McCoy volvió a mirar abajo, desde el balcón, intentando distinguirlo entre la multitud.
—No lo verás ahí abajo —dijo Mullen—. Lo han trasladado. Ahora está en la Unidad Especial.»
… el lector encuentra a un Harry que sigue sin soportar ver cadáveres y saltándose las reglas. «Se está haciendo mayor y es más realista sobre lo que quiere y puede hacer. Sabe que no será un policía de brillante carrera, se concentra en casos que afectan a personas marginadas, con infancias duras como la suya, en un barrio donde era muy difícil salir adelante y donde todos se conocían. Actúa más como detective privado que como policía y, como a mí al escribir, no le interesan los procedimientos policiales».
El orden de libros de Harry McCoy es el siguiente:
- Enero sangriento (2020)
- Hijos de febrero (2021)
- Bobby March vivirá para siempre (2022)
- Muerte en abril (2023)
- Un mayo funesto (2024)
- Cualquiera puede morir en junio (2025)
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