Horacio Otheguy Riveira.

En Preludio (Galaxia Gutenberg), de Jesús Ruiz Mantilla (Santander, 1965), el pianista León de Vega, ambidiestro y ambisiniestro, lleva un tiempo peleándose con los Preludios de Chopin. Sobre esa obra -y al ritmo de sus veinticuatro movimientos- va tejiendo los claroscuros de una vida en la que se siente presa de paradojas imposibles de superar y sobre las que cabalga en una desmedida ambigüedad que lo transporta a una constante y desesperada bipolarización.

Bisexual, tradicional y ultramoderno, delicado y excesivo, unísono y desarmonizado, salvaje y tierno, encara cada pulsión existencial absolutamente solo y desnudo en sus contrapuntos.

La escritura se escucha al tiempo que se lee, tal el efecto fascinante que provoca el autor, periodista especializado en música, escritor con formidable riqueza en la exposición dialogada, dentro y fuera de la mente del protagonista, personaje compulsivo, divertido y atormentado en un «todo a la vez en busca de sí mismo, al mismo tiempo, mismidad en un conjunto de aciertos narrativos sin parangón.

Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro. (17,90 €)

 

Esta es la historia de León de Vega, pianista español obsesionado por la perfección, ambidiestro y ambisiniestro, que cayó preso de su arte al ritmo de los 24 Preludios de Chopin.

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AGITATO

Tengo las manos anquilosadas esta mañana sucia, negra, casi negra, gris oscura, gris como el lomo de ese libro que se enfrenta a mí y que no he sido capaz de engullir, como esa sartén en la que ya se pegan los huevos y debería cambiar mi interina. Calla ya y estudia.

Calla ya y pon tus manos al piano. Mete tus dedos en lo que te da de comer aunque vaya a volverte loco, aunque vaya a volverte más loco. Agarra esa pieza de Chopin que quiere acabar con tu paciencia de genio, con tu aureola del santo niño prodigio que fuiste antes de convertirte en un monstruo del piano.

Calla ya… Deja de pensar en las musarañas y métete con ese coño preludio de Chopin que te va a proporcionar un dinerito para comprar vicios después de que mañana demuestres en Barcelona que puedes con esa pieza de mierda, este Presto con fuoco que ahora no me entra ni me sale.

Tengo las manos como inmovilizadas por un cemento fresco a punto de secarse que detesta a Chopin. Por eso no hay quien me traspase a los cartílagos el preludio. No hay quien engañe al hormigón armado. Debo saltar por encima, hacer que ocupe mi mente primero y luego baje a mis manos. Ser más cerebral, menos temperamental. Me lo echan en cara algunos críticos. Una parte de mí es cerebral y otra, temperamental.

¿Cuál de las dos quiere dar por el culo a este preludio? Ambas. ¡No! La cerebral. Sí, la cerebral, porque esta música, por el contrario, es temperamental: carne roja. Llanto. ¿Y si fuese Bach? Pues si fuese Bach, le traería al fresco la parte temperamental. Porque su música sale del puro cálculo, busca la exacta arquitectura. Pero no estoy con Bach, estoy con Chopin y mi parte cerebral desea conflicto, quiere guerra.

Necesito una tregua. ¿Me levanto? ¿Me levanto del piano y me frío un par de huevos? No, por Dios. Aguanta. Aguanta ese pulso infernal con el preludio de los cojones y véncelo. Do, do, fa, mi, re, do, do, fa, re, mi, sol. No compongas ahora. Métesela doblada a Chopin y somételo a tu repertorio. Sigo teniendo las manos anquilosadas. ¿Me levanto? Me levanto. Voy para la cocina a fisgar. A servirme un café, un café con leche caliente, calientito, que me ponga otra vez en guardia.

Con mi punto soberbio

Presto, como nuevo para enseñarle a ese preludio quién soy yo y no al revés. Porque no me dejaré vencer, anularme, hacer que me minusvalore más en este día aciago, malhumorado, nostálgico, mientras acompaño las notas tristes y sulfuradas que estoy a punto de tirar por la ventana. He entrado en una mala racha. Ves, ese preludio inmisericorde te está llevando a su terreno.

Maldita la hora en que lo escribió. Puto Chopin. Maldita la coño hora en que se le vino a la mente. Si Ivo Pogorelich y Marta Argerich, con sus rarezas, han podido, ¿por qué yo no?

Porque te dan cien vueltas, te dan mil vueltas, un millón de vueltas. Tú eres español, tú eres una mierda de pianista español. ¿Acaso haber alternado con las mejores orquestas del mundo y los directores de referencia en las grandes salas no te vale de nada? Sí, tiene que valer. Puede que hoy no asimile las notas de un preludio de Chopin que apenas sobrepasa los dos minutos. Pero guardo críticas insuperables de los más prestigiosos periódicos, aunque luego vaya por ahí diciendo que las reseñas ni las leo, así, en plan despectivo, con mi punto soberbio.

 

Jesús Ruiz Mantilla: enamorado de la música, tan correspondido que le asiste brillantemente en esta novela de un pianista que se busca a sí mismo divertida… y desesperadamente.

 

Con las manos en coma

Yo soy León de Vega, pianista español de fama internacional, caballero de la Legión de Honor, Premio Nacional de Música, cuarenta y tres años. Soltero. Todavía joven y ya triunfante, pero incapaz de asimilar un preludio porque tengo las manos en coma y parecen esas nueces que se niegan a salir de la cáscara, enjauladas en un resquicio de piel marrón y a punto de partirse para no asomar enteras.

Temo que vaya a ser algo peor que la falta de concentración, que se deba a la ausencia de sol, por efecto de este día de perros, con el cielo como una moqueta de sucursal bancaria. Ando por irme ya a Barcelona, porque necesito un poco de humedad con la que engrasar mi ánimo y hacer correr mis manos por el teclado.

Llamaré al Palau para decir que llego esta tarde en el primer avión y así pruebo el piano para sacar allí esta mierda de preludio que me va a matar. Hace tres años que no toco en el Palau. Deberían contratarme más.

¿Qué digo? Por ellos aparecería temporada tras temporada. Me adoran porque les cuento que soy del Barça. Y es verdad, lo soy. Lo debo a un resquicio de mi progresismo. Pero debería pensar que les gusto por mi manera de interpretar. Si hace tres años que no piso el Palau es porque yo me he empeñado en no hacerlo hasta que fuese capaz de tocar allí esta obra de corrido.

Los 24 Preludios de Chopin. Y así estamos. Con estas notas revueltas en tu cabeza, aprisionando mis manos y con la garantía de hacer el ridículo si no superas la situación. Hacer el ridículo en Barcelona me va a costar muy caro, así que no te acuestas si no cae este maldito preludio. Ahora parece que estoy más tranquilo. Realmente el café caliente ha logrado su efecto. Te ha calmado los nervios. Te ha aclarado la mente. Ya sólo tienes miedo.

 

Necrophiliac Fountain Flowing from a Grand Piano, Salvador Dalí, 1933. 

 

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LENTO

En Barcelona el mar está en calma, como un plato, como una bañera de asilo, como él mismo. El Mediterráneo descansa en azul, como se le supone tras ver las postales. El agua, esta mañana clara, me acompaña como un tópico del que no puede escapar. Miro al Mediterráneo y tarareo en la mente los tres carriles del Presto con fuoco que casi me quita la vida y ayer rematé en el ensayo. Tres carriles, uno encima de otro.

Una discusión a tres bandas, una gresca de teclas, un guirigay tabernario de cuerdas. Tuviste que recurrir a Bach, no puedes dejar de volver a Bach para vencer a los Preludios. Lo mismo que Chopin.

Para él, Bach era una tarea diaria y un placer cotidiano, como un trabajo con nómina o como un buen desayuno. Los Preludios son un homenaje a las obras del alemán, maman de él. Y por ese camino, por ahí, se les vence. Yo siempre he querido atajar y no darle importancia a su maternidad/paternidad. He deseado hablar directamente con Chopin sobre ellos, sin intermediarios, sin intérpretes, porque creo que son obras únicas, que valen por sí solas.

Sin embargo, cada vez que he tenido alguna traba, he acudido a Bach para que me socorriera. ¿A lo mejor te crees más válido que Chopin? ¿A lo mejor piensas que vas a enmendarle la plana? Es ya muy tarde para dar ese paso. Me he quedado tranquilo y hoy voy a triunfar en el Palau, como de costumbre. No estoy preparado para fracasar.

Vivo un momento de paz, pero no debo bajar la guardia, no voy a abrir los ojos hasta que no pasen una a una las notas de mi cabeza a las manos. Ya. Abre los ojos. El Mediterráneo cuesta sacárselo de la mente, de los recuerdos. Hacia ese símbolo ha mirado Chopin más de una vez y de dos y de tres.

La extraña paz del salitre

Por eso, quizás, suena tan bien en las ciudades que baña este mar del imperio: agua culta, sabia, condescendiente, caritativa, luminosa y cruenta con sus hijos. El salitre me regala paz, sosiego, contacto con Chopin, porque lo rodeó durante una de las etapas más extrañas de su vida. La que pasó junto George Sand y dos hijos suyos, Solange y Maurice, en Mallorca, aquel invierno de 1838.

Precisamente en la isla retocó algunos de estos preludios. Algunos entre sueños, pesadillas, confusiones entre la realidad y la ficción, con lágrimas inesperadas, necesitado de calma, de compañía. Le entiendo. Eres un pianista único, un intérprete reconocido.

Aunque estás solo como una piedra. Yo controlo mi vida, dirijo la orquesta de mis sensaciones, pero no las muestro a nadie más que a los pianos, íntimamente. También en público las he podido disfrutar dentro de algunos auditorios, pero creo que no es lo mismo.

Carga con tu soledad dignamente, sin un ápice de rencor hacia las circunstancias que te han dejado exiliado entre las teclas de tu instrumento, sin reproches hacia las partes de ti que te hacen odioso e incapaz de saber compartir tu vida con alguien, ya sea hombre o mujer, ya sean cualquiera de los hombres y mujeres que has amado apasionadamente.

Lento, así, lento, delicadamente, rehago en mi mente los Preludios que van a conseguir que muchos se rindan ante mis pies esta velada. Le voy a dar un poco más de gloria al polaco histérico, al polaco paranoico y enfermo, al polaco genial que me da un poco de comer, al polaco único e insoportable, como yo, a aquel artista niño. No conozco nada más generoso que escribir música. Nada más grande…

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