Horacio Otheguy Riveira.
Con la novela «Ulla, ein Hitlermädel» -Ulla en la Liga de muchachas hitlerianas- (1933), de Helga Knöpke-Joest, dio comienzo una era de clara exaltación del «poderío» femenino del movimiento nacionalsocialista, con loas al Führer.
Elisabeth, una muchacha hitleriana se publicó como novela por entregas en el periódico del exilio Pariser Tagblatt entre abril y junio de 1937. La novela es una clara respuesta a la mencionada novela juvenil de propaganda demagógica. Su autora, Maria Leitner fue una intrépida periodista inmersiva, de manera que los hechos reales que dominan su escritura surgen de una vivencia muy personal, ella misma una de las jóvenes que van de la euforia al desconsuelo final.
La narración es un documento novelado en el sentido más básico, pues la mayor parte está sostenido entre diálogos veraces, surgidos de los centros de reunión de las chicas, tanto en el trabajo como cuando éste desaparece para encerrarlas en la misión de forjarse para el futuro de hermosas madres del régimen.
Todo el recorrido empieza con el espíritu festivo de quienes confían ciegamente en Hitler, el líder que acabará con el pasado socialdemócrata que perdió la primera guerra mundial, y con ello todo vestigio de cualquier opositor de izquierdas o no. Así, se recuperará el poder de Alemania ante el mundo entero.
Con Elisabeth, la ingenuidad, el primer amor -precisamente con un hermoso joven de las SA- y el creciente horror de vivir en el régimen lo contrario de lo anunciado. Un proceso que llega a ser muy dramático, mientras su querido novio se aleja, feliz de ser elegido para formarse como oficial.
Detrás de toda la experiencia, los lectores de hoy, saben que después de esos años de formación vendrá una guerra terrible con ocupaciones de países no menos crueles. Hasta una nueva derrota del país que sentenció desde el principio: Alemania primero. Exactamente como hoy lo hace Donald Trump con su América primero. O Netanyahu con su Israel primero.

El Desvelo Ediciones

PRIMERA PARTE
Capítulo primero
Encuentro el Primero de Mayo
Parecía una nadadora. Moviendo rápidamente los brazos, hendía la multitud, que se iba apartando como si salpicara, dejando libre un estrecho pasillo. A través de él se deslizaba, y al instante la ola humana volvía a cerrarse sobre ella. Aquella multitud parecía ilimitada como el mar. Condenada a la inmovilidad, la agitación interna la mantenía sin embargo en un constante vaivén ascendente y descendente. La chica llegó a una pequeña elevación, y desde allí tuvo acceso a una perspectiva completamente nueva.
Desde allí parecía como si dentro de aquella explanada hubieran comprimido la ciudad entera, o lo más esencial de ella. Innumerables pancartas flotaban sobre las cabezas de la multitud: «Personal laboral de AEG», «Ullstein», «Panificadora Wittler», «Aschinger», «Siemens y Schuckert», «Grandes almacenes Wertheim», «Plantas industriales de Karlsruhe», «Centro de entretenimiento Haus Vaterland», «Sociedad de Obras Públicas».
Como en el teatro primitivo, evocaban con una sola palabra los lugares a los que aludían con mucha más fuerza que las imágenes, que solo proporcionan un débil reflejo de la realidad: salas de máquinas, calderas, acero incandescente, cañones y aviones, caminos y excavadoras, dedos de hierro de las máquinas amasadoras de pan, rascacielos y pozos. 7La chica buscaba su lugar en medio de aquel inabarcable bosque de pancartas. ¡Ojalá pudiera encontrarlo de nuevo finalmente! Los grupos estaban dispersos.
Las banderas con las esvásticas, que eran tan grandes que parecían cubrir el cielo, revoloteaban sobre la explanada, pero no formaban parte de los grupos. Los ojos de la chica observaban, asaltados por una tensa atención. Al principio, los semblantes se fusionaban en una masa que carecía de rostro. Solo después, lentamente, comenzaron a tomar forma los rostros individuales, del mismo modo en que nos acostumbramos paulatinamente a la oscuridad antes de reconocer de forma progresiva el entorno.
¿Busca algo, señorita?
¡Qué diferentes entre sí eran los rostros que de repente se destacaban contra el duro fondo de la masa, rompiendo la aparente unidad! Emergían semblantes decididos, triunfantes, desesperados, luminosos, cansados, llenos de odio, rebeldes, apagados, resueltos, asustados, orgullosos, embotados, amargados, listos para la batalla. A veces la chica sentía cómo el odio se dirigía hacia ella. Sabía que era debido a su ropa. A su uniforme, del que estaba orgullosa. La falda azul, la blusa blanca, el pañuelo negro, sujeto por una hebilla de cuero trenzado de color marrón, la cazadora parda de escaladora.
En algunas ocasiones alcanzaba a oír la palabra, susurrada con los dientes apretados: «Hitleriana». Ignóralos, pensaba la chica, simplemente ignóralos. Todo esto cambiará. Todo está ya mucho mejor. Antes eran peores. Pero todos ellos, incluso los enemigos más acérrimos, se darán cuenta de que ella tiene razón, de que serán rescatados de la miseria. Pero ahora era doloroso vagar sola por este laberinto humano.

Lentamente comenzó a salir de las masas más densas. La multitud se hizo más dispersa. Ahora se podía ver el suelo de la explanada en algunos lugares, con hierba rala y enferma. Manchas amarillentas y oxidadas se extendían por el mísero verde. Algunos grupos se plantaban dispersos en la precaria pradera. Ahora se podían oír con toda claridad las voces de los vendedores, que pregonaban sus mercancías en voz alta. «¿Le apetecen salchichas calientes?». «¡Caramelos ácidos, el mejor refresco!». «¡Los palitos salados gigantes, compren los palitos salados gigantes!». «Limonada, ¿quién compra limonada?».
Parecía un mercado ambulante. «Aquí está bien», dijo un hombre mayor que estaba acampado con un grupo más grande en la pradera. «No hay altavoces, se les ha pasado este rincón. No tendremos que escucharle y podremos ver algo de los fuegos artificiales». La chica odió a aquel hombre. ¿Por qué había acabado ella justo aquí, lejos de sus camaradas? Tal vez el Führer había comenzado ya a hablar, y ella se veía obligada a escuchar a esta gente descreída, que solo quería ver siempre únicamente lo malo.
Sus ojos buscaban con tanta desesperación y urgencia que hicieron que un hombre de las SA, un joven que deambulaba por allí, se detuviera. El joven extendió el brazo y exclamó: «¡Heil Hitler!». Ella también levantó el brazo y gritó con tono de voz distinto, como liberada: «¡Heil Hitler!». El joven había bajado el brazo y le preguntó: «¿Busca algo, señorita?». Ella no le respondió al principio; su mirada se perdió …..
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