Por Daniel Huerta.
Hace algunas semanas releí (en la edición de Vicens Vives magníficamente ilustrada por Nivio López Vigil) Nuestra Natacha, una obra de teatro de Alejandro Casona, autor poco leído y aún menos representado hoy en día, pese a ser, con permiso de Lorca, el mejor dramaturgo de la generación del 27. Y allí, mediado el primer acto, me topé con una frase de esas que nos golpean con la fuerza de un tornado y la precisión de un boxeador profesional, de esas que nos obligan a interrumpir la lectura y detenernos, aunque sea por un breve instante, a reflexionar: “Un buen profesor debe parecerse lo más posible a un mal estudiante”. Analicémosla, tratando de penetrar, hasta donde nos sea posible, en su significado.
En tan escueto enunciado, apenas doce palabras, se condensa toda una teoría de la educación, fundamentada más en intuiciones que en hechos, un juicio de valor seguramente más propio de un artista que de un pedagogo. Su sentido se sustenta en la antítesis entre los adjetivos bueno y malo, que apocopados califican respectivamente a los sustantivos profesor y estudiante. Antítesis que alumbra una paradoja, pues ¿cómo es posible que el buen profesor, para serlo, haya de asemejarse al mal estudiante? ¿No resultaría más lógico pensar que el mal estudiante, precisamente para abandonar dicha condición, es quien tendría que parecerse al buen profesor? Muchos creerán que sí, pero el movimiento, el cambio, el afán de acercarse y comprender, de identificarse con, corresponde en primer término al profesor, responsable máximo, en tanto que adulto y en tanto que experto designado para tal fin, de ese trasvase, de esa transferencia convertida a la postre en intercambio que es el acto educativo. El profesor, el docente, es el que enseña, el que muestra, como se muestra una mercancía para que el otro, de buen grado, la acepte y la adquiera, la haga suya. La educación es una invitación y, en cierta manera, también una persuasión, un cortejo. Una conquista. Y no se conquista a nadie a quien previamente no se conozca bien. Por eso el buen profesor debe parecerse (con esa perífrasis modal de obligación tan nítidamente expresada) al mal estudiante. No hay opción, tan solo deber. Como un mandato ético. Debe parecerse al mal estudiante. Sí, al malo y nunca al bueno, pues a este no es preciso persuadirlo ni cortejarlo; ya ha hecho suyo, o está en camino de hacerlo, el tesoro del conocimiento, la valiosa mercancía para cuya adquisición apenas necesita intermediario. Todo sería más fácil en esas circunstancias, pero también más aburrido, mucho menos sugerente. Parecerse al mal estudiante. Ese es el reto, el desafío, el campo de batalla del buen profesor, nos dice Casona por boca del personaje de Lalo (pésimo estudiante, por cierto, al menos desde un punto de vista convencional). Y parecerse lo más posible. ¿Y cómo se hace eso?, se preguntarán tantos. Con un ingente esfuerzo, sin duda, como el que siempre supone vestir las ropas de otro, ponerse en su piel. Haga el profesor por entender al mal alumno (puede que él también lo fuera en el pasado, lo que haría más llevadera la tarea), por conocerlo, por saber de sus motivaciones y desmotivaciones, apartando pacientemente las múltiples capas con que ha ido camuflando su desapego, su ausencia de ambición o su ignorancia. Así hasta desvelarlo. Para ello deberá parecerse, también, al médico que diagnostica la enfermedad, al sacerdote que alivia la pena y aun al bombero que sofoca el incendio. El buen profesor es como un moderno Proteo, aquel ser mitológico capaz de cambiar de naturaleza según le conviniera. El buen profesor sabe adaptarse, modificarse a sí mismo en beneficio ajeno, en un proceso de asimilación que lo conduzca a parecerse lo más posible al mal estudiante, pero sin confundirse con él. Pues la confusión arruinaría el propósito y daría lugar a una desastrosa equivalencia entre maestro y alumno. Y solo de ese modo conseguirá, quizás, que acepte la invitación, que firme el pacto tácito, y que poco a poco se transforme, gracias a la poderosa alquimia del saber, si no en buen estudiante, al menos sí en buena persona.
“El buen profesor debe parecerse lo más posible al mal estudiante”: con cuánta claridad y cuánta hondura pueden todavía interpelarnos unas pocas palabras escritas allá por 1935…

