Por Manuel García.

Publicado por Difácil, el poemario de Manuel Valero reúne varias estéticas que se unifican en una voz creadora en la que el yo poético busca en vano una identificación con una comunidad en la que se siente constantemente como un extraño, como si la alienación fuese consustancial a la naturaleza del creador. Lo inauténtico es el principio de la huida, ese hombre-masa que vive para la propaganda y las creencias dogmáticas. Lo que resume Escánez Carrillo en el prólogo: “Es la paradoja de haber nacido bajo el influjo del cometa, la sensación de sus hijos, que piden ser, que piden pálpito, que piden luz.” (pág. 8)

Ese distanciamiento de una existencia inauténtica, según la terminología de Heidegger, por parte del yo poético implica que el discurso estético de Manuel Valero se organiza en torno a una declaración de principios, en los que se manifiesta la autoridad y la determinación a persistir en ese inconformismo.

Es preferible eso, antes que abdicar y dejar paso a las convenciones que gobiernan los órdenes sociales y políticos de un entorno que sobrevive con su propia ataraxia: “(…) si no creyera/ que una batalla a estos versos nos sujeta/ que sigo en pie en lo alto de mi sueño/ y que hoy,/más que nunca,/ mi oficio es ser poema/ y no poeta”. (págs. 15-16). Podría optar el autor por una rebeldía panfletaria y cargada de afectación, pero no es el caso. Hay una resemantización del estoicismo, de morir con las botas puestas, de hacer de la resignación una forma de militancia. La creatividad ni se mutila ni se mata. Es lo que acuña Pessoa, pensamiento con sensibilidad sobre todo: “De poco sirven todos tus poemas/ en los barrios marítimos,/ en las escuelas y duraznos en flor,/ en comunicaciones/ y telegramas/ que acumulan olvido/y sombra/ y humo”. (págs. 21-22). Y esa militancia obedece a una estética refinada, preciosista, donde la armonía y el equilibrio residen en una fabricación contenida del verso que, sin embargo, se descoloca, se acelera y se precipita con los encabalgamientos abruptos: ahí está la disidencia, el desacato, donde se forma la cualidad del poeta, que es su competencia creadora como desobediencia ante lo que el resto propone, lo de siempre, lo rutinario, lo previsible, lo que se ha corrompido frente a la indeterminación y la euforia que significa el acto de escribir: “(…) nada ni nadie/ vendrá hasta vosotros/ duermes mientras recuerdas/ una revolución queda pendiente/ yo soy Kiki de Montparnasse”. (pág. 47).

La influencia de los novísimos y ciertas resonancias a la poesía anglosajona reparan en esa búsqueda del formalismo y la moderación en el ritmo versal frente a la fuerza expresiva de la sintaxis y unas imágenes que pertenecen a un enfoque culturalista desde el primer poema: “Por el cuadrilátero adoquinado/ la luz  sus pétalos despliega:/ una rosa cae sobre la página”. (pág. 11)

Esa anomalía que significa el discurso poético, y que ha hecho del sujeto estético una disonancia dentro de una coyuntura que apuesta por el industrialismo y la parálisis, convence a través de metáforas elaboradas y que brillan como muestra de un dandismo y una pose anunciados sin acritud, pero con coraje, con ganas de distinguirse entre las mayorías: “(…) donde ayer todavía es mañana/ donde la página trescientas/ de un libro fatigado/ nos recuerda: Y tú me preguntas, ¿qué es materialismo?/ Materialismo eres tú” (pág. 63). El celo de Yeats, la distinción de Wilde, su elegancia perpetuada, su iconografía y el malditismo de Ezra Pound. De todo eso queda en Hijos del cometa Halley. Es la necesidad de ser sofisticado sin dejar de lado que la marginalidad es el terreno en el que el poeta ha de resistir: “Todos los hombres son el mismo hombre/ Todas las rosas son la misma rosa/ Sí   los banqueros hacen el trabajo de dios”. (pág. 49)