
Gonçal Mayos.- ¿Cómo es posible que influencers hagan proclamas orgullosas de su incultura? ¡De no haber leído un libro en la vida! ¡De menospreciar la ciencia y los científicos! ¡Se ríen incluso, no de alguna estupidez letrada -cosa que hemos hecho todos alguna vez-, sino de toooooooooda la poesía, filosofía, arte, literatura y cualquier conocimiento científico!
Ridiculizan no solo ciertas pretenciosidades vanidosas, sino cualquier humilde y sincero querer saber un poco más. No hace mucho, Valle-Inclán denunciaba certeramente las ‘divinas palabras’ que ensalzaban oscura y astutamente ciertos valores ante las masas incultas. En cambio ahora son los influencers quienes elevan sus ‘divinas diatribas’ para denigrar cualquier valor y ensalzar la incultura. ¡Proclaman su feliz existencia en una sociedad de la incultura, que les idolatra y en cuyos antivalores se regocijan encantados de haberse conocido!
Ahora bien, no cometeremos aquí el error de considerarlos simplemente necios: queremos buscar en las profundidades de las causas conscientes e inconscientes, de ciertos individuos y de toda una sociedad que puede merecer denominarse ‘de la incultura’. Tenemos que entender hasta los últimos mecanismos psicológicos, sociológicos y seguramente políticos que les impulsa a jactarse así, orgullosamente, en público y buscando la máxima audiencia. Queremos ir más allá de los intereses evidentes de buscar la provocación, conseguir titulares fáciles, viralizar la polémica y aprovecharse de las reacciones airadas en contra.
En otra ocasión, hace más de quince años, hablé de la sociedad de la incultura, al constatar algunas sorprendentes paradojas en la famosa sociedad de la información, pues, en lugar de brillar universalmente en ella el conocimiento, muchas veces potencia la incultura. Vi eso que ahora constatamos con más fuerza que nunca: el canto más desacomplejado en favor de la ignorancia, la estupidez y la indiferencia. Desde entonces me ha preocupado mucho.
La paradoja es posible, en primer lugar, porque crecen mucho más las capacidades colectivas para generar información que las de los individuos particulares para absorberla. Por mucho que nos hayamos formado, nuestras habilidades cerebrales personales están muy limitadas, al igual que el tiempo que les podemos dedicar. En cambio, es enorme la productividad cognitiva conjunta de los más de 8.000 millones de humanos en la Tierra, pues suma los aprendizajes e interacciones de todos con todos… ¡y aún más, si le añadimos los recientes dispositivos de inteligencia artificial!
Cada persona tiene que dormir poco menos de una tercera parte de su tiempo y también necesita espacio para la diversión o relajar la mente. En cambio, la totalidad de la humanidad no descansa nunca y siempre hay unos cuantos miles de millones de personas trabajando y pensando sin cesae. Esa desproporción se ha multiplicado además con los recientes y ya muy poderosos avances en inteligencia artificial generativa. Estos no necesitan descansar… ¡jamás!
No obstante, el concreto y limitado cerebro de quien les habla y de los amables lectores, permanece muy similar al primer Homo sapiens. Eso hace que, por mucha educación que tengamos, todos nos sintamos colapsados, al borde del ataque de nervios y tentados por dejarlo todo al sentirnos obsoletos ante un mundo cada vez más exigente, impaciente e intransigente.
Y es que no solo tenemos que hacer frente a los incesantes descubrimientos que se van produciendo. ¡además, tenemos dificultades para distinguirlos de noticias quizás no tan importantes, y de las boberías que nuestra sociedad crea a toda marcha y de las infinitas rectificaciones sobre cosas que creíamos saber y que ahora alguien ha determinado que no son así!
Es por esa amenaza de colapso e incluso obsolescencia por lo que todos estamos más cerca de lo que podemos imaginar de la influencer de la sociedad de la incultura. Pues no debemos ver en ella sólo un menosprecio gratuito, pues éste es en el fondo un signo humano de colapso, frustración e impotencia. De acuerdo, ella no parece sufrir por ello, e incluso se muestra orgullosa y arrogante. Pero reconozcamos que todos disimulamos muy bien las causas detrás de ciertas manifestaciones en parte realistas, provocativas y certeras, pero en parte también agobiadas, cínicas y desesperadas.
Veo detrás de estos cantos de los influencers una protesta -que puedo entender- de quien viene a decir: “¡De qué vas! ¡Te atreves a examinarme o a juzgarme! ¡A creerte superior! Te diré que lo que tanto valoras en ti, ¡no está en absoluto tan valorado en la sociedad real! A ti te parece algo importante e incluso imprescindible, pero ¡ya ves! ¡Ni la tengo, ni la quiero, ni me importa lo más mínimo! ¡No leo y no pasa nada, incluso tengo más influencia que tú!”
Detrás de las diatribas en contra de libros, de la lectura y de las ideas se percibe la creciente dificultad de muchos que se sienten superados por el estrés y que ya no pueden concentrarse más allá de diez minutos seguidos. Los ‘turbohumanos’ hemos perdido la tranquilidad y la pausa necesarias para la lectura y la reflexión. Por eso, más que atacar los libros –pues inmediatamente se muestra orgullosa de publicaciones de papel couché y excelentes fotos de tendencias, modas y alguna obra de arte–, lo que la influencer ataca son poemas, ensayos, novelas y reflexiones que exigen unos mínimos de ‘calidad’ tanto en las circunstancias disponibles para poder ser gozados, como en la formación que necesariamente presuponen.
Cuando esa situación y formación idóneas no se dan, simplemente resultan inalcanzables para los ‘turbohumanos’, sean influencers o no. Entonces, no ha de extrañar que la simple entrada en una librería medianamente provista provoque sensación de alteridad, de íntima incomprensión y de profundo desasosiego; pues tan sólo una mil millonésima de esas páginas ya son inalcanzables e incomprensibles. Por eso, más que un rechazo reflexivo lo que hay es una angustia que busca obtener también una cierta coartada crítica, una justificación aunque sea cínica de que eso que me tratas de vender, “ni lo sé, ni me importa”. Como hemos apuntado, remite a una reivindicación de la propia autoestima que obliga a reaccionar diciendo: “¿pretenden avergonzarme? ¡No lo conseguirán! ¡Yo soy así y ellos son unos frikis!”.
Además, actualmente todo el mundo tenemos suficientemente cinismo para encontrar excusas más sutiles ¡y en parte ciertas! Como, por ejemplo: también el mundo de los libros es un mercado más y forma parte de un tipo de consumo favorecido por prejuicios de prestigio y superioridad moral e intelectual. La cultura es también una industria y a menudo no tan glamourosa como las alfombras rojas de los festivales de cine y de las pasarelas, como la belleza corporal o el bodybuilding o esa práctica que, irónicamente, se llamaba ‘culturismo’.
Puedo entender -pues- el enfado, la airada respuesta cínica y las causas nihilistas que he apuntado muy brevemente. Por otra parte, todos intuimos que la proliferación de esas actitudes no le hacen ningún bien a la sociedad. De hecho, sus efectos sobre las democracias son demoledores, pues son actitudes que, naciendo de la división entre la gente, provocan más menosprecio, separación, desconfianza y desconcierto sociales. Incluso van más allá de la muy perceptible desorientación política que reduce la capacidad de la sociedad para ‘concertarse’ como una orquesta para apuntar y obtener objetivos comunes.
Por eso aumenta a gran velocidad la oposición e incomprensión real entre los distintos grupos y individuos. Porque ahora la ignorancia -ya sea nacida de la impotencia o del menosprecio- es un valor que se ensalza, se aplaude, se corea y deviene extrañamente ‘influyente’. Se puede percibir con facilidad: poco importa si le gusta más o menos, si ridiculiza o menosprecio lo poco que uno ha llegado a aprender, tiene que sufrirlo como un ‘signo de los tiempos’, llevarlo con elegancia y envainarse cualquier frustración o reacción adversa.
La causa principal de esta situación no es ninguna necedad, como tampoco lo es el agobio legítimo y el peligrosísimo burn out que surgen ante tantas exigencias sociales, laborales, etc. Para sumarle además la impertinencia de alguien que considera que deberías saber necesariamente lo que él sabe, aunque quizás no tenga ni idea de muchas cosas que tú sabes muy bien. Eso me parece comprensible en los jóvenes que -en un momento en el que sobre todo se quiere ¡vivir!- están siendo bombardeados contínuamente por padres, madres, profesores, maestros, empleadores, jefes… para que aprendan aceleradamente todo lo que ellos consideran que deben saber, ¡aunque ellos mismos propiamente no tienen un conocimiento cabal de ello!
Creo que más que crisis de valores en los jóvenes, lo que hay es un cambio acelerado en el conjunto de la sociedad, si bien es cierto que se exigen prioritariamente y de manera más imperiosa a los jóvenes. Debido al cambio social, los ‘turbohumanos’ actuales ya no pueden (o sienten que no pueden) creer demasiado en los valores tradicionales. Pues hoy la realidad se basa en otros valores muy distintos. Y eso lo perciben mucho mejor los jóvenes que los adultos. Sin embargo, no es cierto que los jóvenes no quieran ni busquen valores; al contrario, los necesitan desesperadamente para poder orientarse en una sociedad cada vez más complejos. Y eso se puede comprobar porque, cuando los jóvenes creen haber encontrado sus valores, los siguen muy entusiasta y valientemente, provocando incluso cierto pavor en la gente mayor y ‘de orden’, la cual muy probablemente hizo algo parecido en su adolescencia.
Quiero creer que, tanto en nuestros jóvenes como en la influencer, se mezcla mucho estrés con demasiado menosprecio (lo cual no obstante, hasta cierto punto, resulta comprensible), lo cual les hace caer en la paradoja de un chiste que me gusta: el profesor pregunta ¿cual es la diferencia entre desconocimiento e indiferencia? Y el estudiante, agobiado y enfadado porqué prevé una mala nota, contesta desafiante: ¡ni lo sé, ni me importa! Como habrá apreciado el amable lector, el estudiaste no es consciente de que sabe e incluso puede usar esa distinción que menosprecia. Llegados aquí, quizás ¡el gran problema está en las causas que provocan reacciones tan paradójicas de orgullosa incultura!
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Gonçal Mayos es filósofo, escritor y profesor de la Universidad de Barcelona. Investiga interdisciplinariamente los conceptos, inquietudes, transformaciones, problemáticas y retos filosóficos, políticos y culturales. Entre sus libros se encuentran Turbohumanos, La sociedad de la ignorancia y Macrofilosofía de la Modernidad.


