Por Silvia Domínguez /

No es un concierto cualquiera, sino el cierre y la apertura: un repaso de 30 años hilado con emoción, con historia. El escenario, al entrar, ya insinúa el viaje: luces suaves que traslucen espinas, combinaciones de rojo pasión y blanco puro, quizá negro en los bordes. El público está expectante: el murmullo crece, hay señales de emoción contenida, nervios de ¿cómo será el reencuentro?

Primer acto: raíces y principio

Cuando Pastora Soler sube al escenario, se percibe que no ha venido solo a cantar; ha venido a compartir un pedazo de vida. Hubo temas de sus comienzos, con copla y flamenco, sirve para situar la identidad, para recordarnos de dónde viene: ese germen que la formó, los escenarios humildes, los primeros aplausos.

Ese bloque inicial arranca con fuerza: canciones como Capote de Grana y Oro, Triniá, La Flor de los Cantes, Corazón congelado… permiten ver la técnica, la pureza vocal, el arte más genuino. Hay quienes comentan que en estas piezas la acústica del recinto cobró vida, cuando su voz reverberaba y encontraba eco en los palcos, en cada butaca, pareciendo rellenar los espacios vacíos.

Uno de los puntos altos del espectáculo es cómo Pastora va intercalando los grandes temas con momentos de reflexión. Cuenta que hubo temporadas oscuras “el agotamiento, la distancia del escenario, la presión”, y que hubo veces en que dio un paso atrás. Pero también habla de renacer. De su hija Estrella como faro, de los anhelos que no se apagaron.

Hay canciones que se sienten como confesiones En mi soledad, Herida; donde la emoción cruza el escenario como una corriente eléctrica. No hay artificios en estas partes. Se atenúan las luces, los músicos bajan su intensidad, ella se acerca al micrófono, y se deja ver vulnerable.

Interludios, sorpresas y repertorio

No faltan clásicos del pop más firme, baladas que todos saben de memoria: Quédate conmigo, No hay manera, Corazón congelado, Vive. El público las espera con los brazos alzados, dejando que su voz siga la melodía, se funda con la letra, la haga suya.

Un momento especial: “La mala costumbre”, interpretada desde el patio de butacas. Ella baja, se mezcla con la gente, como invitándolos a sentir que el escenario somos todos. Esa cercanía es poderosa, porque rompe barreras.

El show no está exento de arreglos visuales: cambios de vestuario que simbolizan etapas, iluminación que acompaña los clímax emocionales, momentos visuales minimalistas en que solo una luz la ilumina, y otras veces un coro de luces que hacen vibrar el recinto.

En la recta final, sube la energía. Se interpretan canciones de su etapa más reciente: La tormenta, Invencible, Amigas…Son tema tras tema, casi sin respiro. La gente ya no está sentada, algunos lloran, casi todos cantan.

El broche final puede variar según ciudad, pero la sensación es la misma: ovaciones, aplausos prolongados, luces bajando hasta poder ver solo la silueta del público, y Pastora agradeciendo, emocionada, con la voz tiritante quizá pero firme, con lágrimas en los ojos, con la humildad de quien sabe que ese amor del público no se gana jamás del todo, se recibe cada noche.

Reflexión: rosas, espinas y lo que queda

Las rosas son los éxitos, los momentos de gloria, los abrazos del público, las canciones que se convierten en banda sonora de vidas. Las espinas son los tropiezos, los silencios entre discos, las heridas que no se ven, los momentos en que la voz dudaba de subir al escenario.

Pero lo más valioso es cómo esos dos elementos conviven. En este concierto la artista no disimula las espinas. Las reconoce. Las mira de frente. Y no por dar dramatismo; sino para dar integridad, para que el público vea que el camino no ha sido plano, que las dificultades no anulan la belleza, que los momentos vulnerables hacen que los triunfos brillen más.

Además, queda claro que el repertorio es solo parte de la historia. Lo que emociona es el contexto: tres décadas, un público fiel, generaciones que crecieron con ella, canciones que supieron acompañar duelos, amores, alegrías, pérdidas.

Conclusión

Salir de un concierto de Pastora Soler es como despertar tras un sueño que te hizo recorrer tu propia vida. No solo escuchas canciones que amas, sino que vuelves a ellas con otra mirada: la de la persona que ha crecido, que ha sufrido y que ha aprendido.

Este concierto es más que un homenaje; es una celebración con cicatrices visibles, con flaquezas sinceras, pero con una fuerza que solo puede tener quien no ha sentido que todo esté ganado. Quien sabe que, más allá del aplauso, sigue queriendo cantarle a la vida.