José Luis Trullo.- Vaya por delante: no he leído ningún libro de Byung-Chul Han. Tampoco pienso hacerlo. Dispongo de poco tiempo y tengo demasiados clásicos por revisar como para perder un solo minuto en un autor que, por lo que he podido deducir por aquí y por allá, no tiene nada de filósofo y sí, en cambio, de sociólogo, de ideólogo y aun de demagogo.

Si, a pesar de todo, decido abandonar durante unos minutos mis espacios personales de reflexión y contemplación (esos a los que Han, al parecer, nos conmina a consagrarnos), es porque he tenido ocasión de leer el discurso de aceptación del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades que le ha sido concedido hace unos días en una solemne ceremonia. Eso le convierte en un personaje susceptible de ser atendido y valorado, y en calidad de tal voy a juzgarle; es decir, no pienso pronunciarme acerca de sus escritos, sino de lo que ha dicho en público, además, ante el Jefe del Estado de mi país. Como ciudadano español que soy, creo que tengo derecho a hacerlo.

Lo cierto es que la alusión que, al principio del discurso, hace Han a Sócrates ha conseguido sacarme de mis casillas (puede que condicionado por el hecho de que, tras pasar meses leyendo sobre él, acabo de publicar un libro dedicado al sabio ateniense y a su rica estirpe humanista). Afirma Han, con desparpajo: «En la Apología, el famoso diálogo de Platón, cuando Sócrates expone su propia defensa después de haber sido condenado a muerte, explica cuál es la misión del filósofo. La función del filósofo consistiría en agitar a los atenienses y despertarlos, en criticarlos, irritarlos y recriminarlos, igual que un tábano pica y excita a un noble caballo cuya propia corpulencia lo vuelve pasivo, y así lo espolea y estimula». Esto es, radicalmente, mentira.

Para empezar, dicha obra no es un diálogo, sino una suerte de discurso (no existe interlocución alguna) en el cual, además, Sócrates no determina en absoluto cuál es la función del filósofo, en términos genéricos, sino que enuncia su misión personal, la suya y la de nadie más, comunicada por su daimon desde joven: otra cosa es que los filósofos se hayan apropiado de dicho testimonio para sus propios fines espurios.

Además, en efecto, él se compara con un tábano, pero su objetivo no es el de simplemente «excitar, espolear y estimular» a los atenienses (eso ya lo hacían los oradores y los sofistas), sino otro muchísimo más noble: socavar su hipocresía consuetudinaria para ponerlos en el camino de la virtud, esto es, de la búsqueda de un conocimiento verdadero que ilumine y guíe la conducta, más allá de las circunstancias sociales, económicas o históricas. Desde luego, Sócrates no les indica a sus conciudadanos a qué deben dedicar su tiempo libre; eso es propio de predicadores, no de filósofos…

Tampoco arremete Sócrates contra el sistema económico vigente en su ciudad, como sí hace Han, sino que se mezcla con sus semejantes en el ágora, de igual a igual, para efectuar, no una «crítica social», sino moral, intelectual y espiritual. Leamos a Platón:

Si alguno de vosotros discute y dice que se preocupa, no pienso dejarlo al momento y marcharme, sino que le voy a interrogar, a examinar y a refutar, y, si me parece que no ha adquirido la virtud y dice que sí, le reprocharé que tiene en menos lo digno de más y tiene en mucho lo que vale poco. (30a)

Y, acto seguido, añade: «Voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma» (30b). ¡Del alma, nada menos! Me gustaría saber qué opina cualquier lector de Han acerca del alma… ni de despreocuparse del cuerpo y de los bienes…

Lo más probable es que dicho lector se quede con lo que sí quiere escuchar, y que Han no le escatima: la sempiterna condena del capitalismo –estratégica y acomodaticiamente calificado como neoliberalismo– en cuanto origen de todos los males. Parece olvidar Han que el capitalismo existe desde el siglo XV sin mayor impacto en las costumbres sociales. Si lo desea, se podría haber expresado de una forma mucho más precisa, y culpar de los males de Occidente a la Modernidad, a la Revolución Industrial o, por qué no, al Materialismo. Se abstiene de hacerlo porque con ello enojaría a ciertos sectores intelectuales para los cuales estos ídolos del Progreso resultan incuestionables… cuando lo cierto es que, sin ellos, el neoliberalismo resultaría estrictamente inviable.

Que Sócrates no escribiese y Han no deje de hacerlo, además, me parece sumamente elocuente acerca de la distancia sideral que separa a un auténtico maestro de un mero oportunista. El ateniense se arremangaba y bajaba a la arena, jugándose literalmente el pellejo en la refriega dialéctica con unos y otros; el coreano se autoexcluye voluntariamente del ágora para cultivarse a sí mismo, en la línea de un Epicuro antes que de un Séneca, por trazar paralelismos históricos. De hecho, mientras que la actitud socrática (la cual resulta mucho más nítida en los Recuerdos de Jenofonte que en los diálogos de Platón) denota un compromiso intrépido, arriesgado y hasta heroico con la comunidad, la de Han se me antoja sumamente cómoda, pastueña e incluso cobarde. Me pregunto si, en la tesitura del ateniense, nuestro autor sería capaz de pronunciar estas palabras:

Quizá diga alguno: «¿Pero no serás capaz de vivir alejado de nosotros en silencio y llevando una vida tranquila?» Persuadir de esto a algunos de vosotros es lo más difícil. En efecto, si digo que eso es desobedecer al dios y que, por ello, es imposible llevar una vida tranquila, no me creeréis pensando que hablo irónicamente. Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos. Sin embargo, la verdad es así, como yo digo, atenienses. (38a)

Es decir, para Sócrates (aunque no para Platón, ni para Aristóteles, ni de nuevo para Epicuro), adoptar esa vida tranquila, de contemplación y reflexión que tanto parece seducir a Han y a sus lectores, sería literalmente una traición a la misión que le ha encomendado, ojo, el dios. No se trata, pues, de una decisión que haya tomado en el ejercicio de su libertad personal, sino de un deber para con una instancia dotada de una autoridad incuestionable. No, Sócrates no se siente con derecho a abdicar de su compromiso para con la ciudad: su vocación existencial es la de amonestar a sus conciudadanos para ponerles, para ponernos a todos en el camino, no del sosiego pequeñoburgués o de la inocua paz mental, sino de la exigente y disciplinada virtud.

Sabido es que a Sócrates el cumplimiento escrupuloso de su misión le llevó a la muerte; me pregunto si Han, en la misma tesitura que el sabio ateniense, llegaría tan lejos. Dice él en el discurso de marras que sus libros «han causado irritación, sembrando nerviosismo e inseguridad»; tal vez en otro país, no digo yo que no (lo desconozco), pero en España no hay día en que no tenga yo que soportar el arrobado elogio de sus tesis. De hecho, hacía años que no percibía un consenso tan favorable hacia un autor que, irónicamente, se quiere hacer pasar por un aguerrido polemista que genera incomodidad: al revés, Han viene a consolar a sus lectores por unas culpas que ellos sabrán cuáles son, pero que intuyo que no se redimen simplemente leyendo libros: exigen un auténtica reversión de las prioridades vitales.

Para más inri, el coreano ha tenido la ocurrencia de entonar (¡en España!) un encomio de la fiesta y de la siesta precisamente aquí, en el país con la productividad más baja de la OCDE. ¿Qué habría pensado Sócrates de una propuesta tan frívola y banal? ¡Él, que sacrificó su propia vida (dejando viuda e hijos) en aras de una existencia auténticamente digna de un ser humano, citado en público por un escritorzuelo cuya propuesta se reduce a que seamos aún más hedonistas y autoindulgentes de lo que ya somos!

No, si Han tuviera que comparecer ante un tribunal bajo amenaza de muerte, no me cabe duda de que se desdiría sin rebozo de sus, por otro lado, inconsistentes palabras. Desde luego, no hay en ellas nada que no haya sido enunciado, de manera similar aunque con mayor fundamento, por decenas de sociólogos; de hecho, el anticapitalismo es una de las formas más rentables del capitalismo avanzado. Si en lugar de llevarse las manos a la cabeza ante la deriva de una sociedad desnortada, dichos autores se preguntasen antes el espejo cuál es la auténtica misión que espera el dios que cumplan, seguramente se sorprenderían ante la respuesta. Mientras no llega ese día, por caridad, ¡no se atrevan a encomendarse a Sócrates! No le llegan ni a la suela de las sandalias.

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José Luis Trullo es escritor y editor. Ha publicado, entre otros, Dignitas. Una apología del humanismo clásico (Thémata, 2024) y Retorno al humanismo. Lecturas de sabiduría perenne (Cypress Cultura, 2024). Su último libro lleva por título La estirpe de Sócrates. La vocación personal en el contexto del humanismo occidental (Cypress Cultura, 2025).