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Por: Walter Gonzalves


Desde los orígenes, el ser humano mantuvo una relación directa con la vida y la muerte. Criar y faenar eran actos que unían trabajo, alimento y ritual. Jonathan Safran Foer (2009) recuerda que quien mataba para comer asumía la responsabilidad moral de su acción; comprendía que su subsistencia implicaba un costo vital. Con la industrialización, ese lazo se quebró: la faena se oculta, la carne se vuelve producto, y el consumidor urbano come sin ver morir al animal. Se produce así una ruptura del vínculo simbólico: la escisión entre el acto y su consecuencia.

Esa fractura no es exclusiva del ámbito alimentario. Hannah Arendt (1963) mostró que la modernidad posibilita una “banalidad del mal”: actos atroces ejecutados sin conciencia, dentro de estructuras impersonales. Zygmunt Bauman (1989) explicó que la burocracia y la técnica diluyen la responsabilidad individual: nadie roba, nadie mata, todos “cumplen funciones”. Del mismo modo, el consumidor de carne y el corrupto de guante blanco comparten una distancia moral: participan en sistemas que invisibilizan el daño y disuelven la empatía.

De esa distancia nace una culpa artificial, una moral sin objeto tangible. En el mundo rural, la muerte sigue siendo parte del ciclo natural y social; en la ciudad, se vuelve tabú. La culpa moderna no proviene del contacto con el mal, sino de su negación. Es una emoción culturalmente construida, producto del desajuste entre la conciencia moral y la mediación técnica (Lévi-Strauss, 1962; Ingold, 2000).

Cada avance tecnológico reorganiza este mapa moral. Karl Marx (1844) señaló que la división técnica del trabajo separa al hombre de su obra; Byung-Chul Han (2014) observa que la era digital produce una culpa por inacción: un malestar difuso frente a la sobreexposición y la impotencia. Así, aunque hablemos siempre de “culpa”, no es la misma: cada época crea su propia forma de culpa, determinada por la manera en que la tecnología redefine la relación entre acción, consecuencia y conciencia.

Sin embargo, la tecnología no sólo destruye vínculos simbólicos: también los recrea. Las redes digitales han producido comunidades globales, causas compartidas y sensibilidades instantáneas. Pero esos lazos son frágiles: la empatía mediada por pantallas no siempre se traduce en responsabilidad efectiva. El sujeto moderno siente más, pero responde menos. La conexión se vuelve imagen; la culpa, espectáculo.

Frente a este vacío moral, Ernesto Sabato propuso una alternativa humanista. En Antes del fin (1998), reclamó un regreso a la comunidad, inspirándose en los kibutz israelíes, donde el trabajo manual y el intelectual se integran y la vida se organiza en torno al sentido compartido. Sabato veía en esas comunidades un antídoto frente al aislamiento del hombre moderno: un espacio donde el individuo vuelve a ver al otro, donde cada acto tiene rostro y consecuencia.

Ahora bien, cabe preguntar si puede existir un vínculo simbólico que subsista a todo cambio tecnológico. En parte sí y en parte no. Lo invariable es el núcleo antropológico: la necesidad humana de sentido, de reconocimiento y de responsabilidad mutua (Eliade, 1957; Lévi-Strauss, 1962). Lo variable son las mediaciones: los modos concretos de simbolizar cambian con cada época, porque toda cultura redefine cómo conecta sus acciones con el mundo. No podemos fijar un símbolo eterno, pero sí construir vínculos resistentes, basados en reflexión, comunidad y dignidad.

Por eso, la tarea no consiste en regresar al pasado, sino en reintegrar la ética al tejido técnico: volver a ver lo que hacemos, y volver a sentirnos responsables de lo que vemos. Mientras la humanidad delegue sus actos a sistemas invisibles, la culpa seguirá mutando, vacía de sentido. Recuperar el vínculo simbólico no es nostalgia: es la única forma de permanecer humanos ante la aceleración del cambio.

 

¡Hasta el próximo fin de semana!

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