Alberto García-Teresa.
La primera novela de la poeta Olalla Castro (Granada, 1979), escrita con gran precisión léxica y una llamativa potencia en las oraciones, se centra en el dolor y en cómo los vínculos hacen posible encararlo. La autora nos plasma una peripecia concreta que, sin embargo, plantea de fondo unos acontecimientos sociales y una crítica a las costumbres e inercias patriarcales.

El libro se divide en tres secciones y un breve epílogo. Las dos primeras aportan el nombre de cada una de su protagonista, desde cuya perspectiva se plasma la narración. Así, nos encontramos con Virginia, en Barcelona, primero, y, seguidamente, Sùyin, en China. La tercera nos nombra a las dos y anticipa su encuentro y “la reconstrucción”. Porque, en efecto, estas páginas recorren un proceso de sanación y de liberación.
La primera parte, dedicada a Virginia, reproduce fragmentos de un diario. Ese recurso permite a la autora abordar esas páginas como una novela lírica y yuxtaponer tonos y ritmos de manera coherente. También, desdibujar el orden cronológico, con lo que genera una pequeña ambigüedad acorde con un planteamiento, en cierta medida, más poético que se resiste a atar en postes o anclas los acontecimientos. De este modo, con un ritmo pausado, nos enteramos de que, hace tres años, Virginia ha perdido a su hija de ocho años.
La segunda parte, que tiene un carácter más narrativo, se centra en Súyin, jornalera en campos de arroz chinos. A través de un matrimonio concertado, está casada con un hombre que ejerce violencia física y psicológica sobre ella. Castro, entonces, plasma las opresiones de género y cómo el miedo, que sostiene la obediencia, provoca la renuncia a los sueños y a la aspiración a la felicidad. En ese sentido, nos habla de los deseos y de las vidas a las que aspiran las mujeres más allá del patriarcado y los mandatos de género. También de forma fragmentaria, Sùyin relata su cotidianeidad y la de sus familiares y sus amigas. Muchas de esas escenas concluyen con una interpretación filosófica de los hechos, que lanza una lectura más trascendente de lo sucedido. Asimismo, ofrece una visión de los cambios en la China revolucionaria y tras Mao; aquella transformación económica con la que se borraron los principios cooperativistas y de protección obrera iniciales a favor de la lógica capitalista.
Sùyin nos habla de Virgina, y nos enriquece la imagen de aquella: frente a la locuacidad a la que hemos asistido en su capítulo, leyéndola en primera persona, aquí ella permanece muda por desconocer el idioma. Ese contraste abre también un curioso juego sobre cómo se percibe y se construyen los personajes, entre la autoimagen y la impresión social.
Finalmente, la tercera parte está cargada de esperanza, de resurrección, de salida del duelo y de la humillación. Sus páginas desembocan en la necesidad de construir vínculos mantenidos por el respeto, el cariño y la amistad. Son ellos, definitivamente, los que salvan a ambos personajes. Ahí se explicita un canto de rebeldía feminista, una explosión de sororidad insurgente.
A su vez, la relación con el lenguaje cobra una posición central en todo el libro y es una referencia constante y explícita para sus protagonistas. Por una parte, Virgina trabaja como profesora universitaria de literatura y trata de “articular un relato que me ayude a entender tanto dolor”. Súyin es una apasionada de la caligrafía, lo que nos lleva a una relación más material con el lenguaje. Ella nos presenta el ejercicio del lenguaje como un refugio, como un modo de huida precisamente porque requiere de motivación propia, atención y esfuerzo sólo para sí en un contexto donde se lo usurpan continuamente.
Mañana, por tanto, nos emplaza al futuro inmediato, a esas nuevas formas de relación urdidas en un paradigma completamente distinto al de la desigualdad. Olalla Castro, de esta manera, se adentra en la narrativa con firmeza y la recorre con la meticulosidad de la excelente poeta que es.

