Ricardo Martínez.
En una consideración similar –procedente de un ancho y largo poema de las palabras y el canto literario- ha escrito Edgar Alan Poe: “…pero está dicho: todos los caminos nacen del canto”.

A la sazón (a tal sazón) leemos en este libro tan inspirador y lleno de claves artísticas para el demorado lector: “…una de las sensaciones más poderosas que pueden tenerse como intérpretes que, en las que se sienten como las mejores interpretaciones, las ‘más profundas’ –para el cantante, y asumiendo que el público también las sienta así-, es la canción la que canta al cantante” Entiéndase, considero, la capacidad que el canto tiene de profundidad hasta el punto de convertirse en transmisión ‘intelectualizada’, en pensamiento. Y continúa: “Si esto suena un poco mistagógico, se trata de una idea que, sin embargo, sí que capta, fenomenológicamente, por así decirlo, qué se siente cuando transmites una obra de arte y te sientes arrastrado por ella, sorprendido por el modo en que nos atrapa y nos pilla desprevenidos (…) El arte busca este tipo de epifanías y llegan para el cantante y su público cuando la canción canta al cantante” El que dice, el que piensa y comunica.
El libro es inteligente en su concepción en cuanto que une canto-poesía-transmisión, voluntad, una forma de belleza a modo de un interlocutor distinguido, y lo hace con un lenguaje apropiado, sencillo y culto.
Se cumplen en él, creo, las premisas de una invitación a la valoración de una forma de arte –el más primitivo, el canto- y, al tiempo que se transmite como un bien –casi una forma de moral-, se invita al lector a reparar en el principio originario de la solidaridad, la comunicación gracias a la voz que, en su intervención, matiza emociones y sentimientos gracias al decir de un modo armónico, simbólico y bello, el sentir como una forma de vida, de enriquecimiento y, en el mejor sentido, de cultura (Él mismo, el propio autor, es uno de los principales tenores contemporáneos, ‘hecho que le llevó a reflexionar sobre el valor irrenunciable del contacto directo con el público, a la vez que le permitió ahondar en el amplio catálogo de clásicos que ha interpretado a lo largo de su carrera’)
Hay, al tiempo, en el texto, pasajes que, como anécdotas, dotan al discurso de una forma de proximidad al tiempo que saca a la luz la vinculante celebración que es la canción: “Si tomamos en serio el arte de la canción, debemos atribuir la misma fe a los personajes retratados por los cantantes. No son simples marionetas, controladas por las cuerdas del compositor. Son más como Petrushkas a las que ha dado vida el compositor, pero impulsadas a partir de ese momento por sus propias voluntades y deseos. Así, la persona vocal adopta la simulación original de la persona poética y añade otra propia (E.T.Cone)”.
En la canción no cabe la soledad; sea.

