Francisco Cervilla.

Memorable comienzo de Sed, libro de la canadiense Marie-Claire Blais, con una cita de Virginia Woolf sobre la soledad, tomada de su novela Las olas. Inesperadas y valiosas palabras, como islas de luz que caen y flotan, diría la escritora inglesa, que te reconcilian con tu soledad y te ayudan a despegarte del desaliento que ocasiona la ingente miseria moral de este deshumanizado tiempo del Odio que, usando palabras de Woolf, “patea contra el suelo, igual que el pie de una gran bestia encadenada que golpea, golpea, golpea la tierra…”

Patea la tierra igual que patea a las personas, a las ideas, a los pueblos… “No busquéis más mi corazón, las bestias lo devoraron”, escribió Charles Baudelaire: como si fuese hoy mismo. Ni tampoco busquéis mi congoja, la envolveré en un pañuelo, escribe Virginia Woolf, y la depositaré en el bosque, entre las raíces de las hayas, allí no podrán encontrarme.

Blais escoge de antesala a su libro, las siguientes palabras de la autora de Las olas, que encadena con las propias: “Permitidme que alce mi canción de gloria. Bendita sea la soledad. Dejadme solo. Dejad que me quite y arroje lejos este velo del ser, esta nube que cambia al más leve soplo del aliento, noche y día, y toda la noche, todo el día. Mientras estaba aquí sentado, he cambiado. He visto cómo el cielo cambiaba. He visto cómo las nubes cubrían las estrellas, cómo liberaban las estrellas, cómo volvían a cubrirlas. Ahora nadie me ve y he dejado de cambiar. Bendita sea la soledad que ha quitado la presión de los ojos, la invitación del cuerpo, y toda necesidad de mentiras y frases”.

Esta cita, joya literaria que aspira a extenderse fuera del lenguaje, a extrañarse de él y del imaginario vínculo con los otros, te despierta el deseo de volver a la lectura de Las olas, una lectura para hacer sin prisa y con atención, si quieres dejarte deslumbrar por una escritura de apariencia hermética, en la que es fácil perderse de entrada: no sabes muy bien hacia dónde te lleva, ni quienes son los que hablan, aunque sí vas sabiendo, conforme lees sus bellísimas páginas, que te despiertas del perezoso confort psíquico habitual mientras te dejas llevar por el oleaje de sus monólogos: los pensamientos de sus seis personajes y sus alteridades, impregnados unos de otros, cuyas existencias discurren alrededor de un silencio y una ausencia, la de Percival.

Esta ausencia, al parecer trasunto personal de Virginia Woolf y destino de la vida, sostiene el decir disperso y fragmentario de sus protagonistas sobre los temas centrales de la narración: la pérdida, el paso del tiempo, la identidad, el conflicto entre la vida y la muerte, asuntos que subrayan la común soledad del ciclo vital.

Pero, ¡ay!, la soledad: fuente de desdicha, aunque también de revelación del mundo. “La quiero”, escribe Woolf, “para desplegar cuanto tengo, palabras para escribir, pero me adentra en las tinieblas de las que aspiro a salir”.

En su Diario de escritora, Virginia Woolf, califica Las olas como obra difícil, escrita a sacudidas, entre el sufrimiento y la satisfacción.

Lo considera un libro diferente a todos los que había escrito hasta ese momento, y asegura que no podrá saber qué significa ese libro hasta que no haya escrito otro. Pero tal vez esta idea no sea sino la aporía de todo artista, de todo creador: el carácter inconmensurable de su obra. La grieta sin fin que la convierte en obra incompleta, enigmática, enfrentada a un imposible y susceptible de inmortalidad. Y también, en este caso, la pregunta sobre el significado posible de este libro supone un freno de Woolf a los críticos de su época: “Yo soy la liebre, que lleva la gran delantera a los lebreles, mis críticos”.

Una vez terminada la escritura de Las olas volvió inmediatamente a escribirla de nuevo, para aligerarla de lo superfluo y poder darle “brillo a las buenas frases”, frases intemporales como las olas, una detrás de otra, en permanente impulso, como en cada repetición del ser humano, donde nunca el nuevo movimiento es igual al anterior, diferencia en la que reside su riqueza.

Como las palabras, las frases, las vidas, así son las olas.  “Las palabras”, escribe en su Diario, “caen tan deprisa que una apenas tiene tiempo de cogerlas”, las busca, pero también escapa de ellas, como sucede con las olas del mar cuando te adentras en él, o con los vaivenes de la existencia, con el inatrapable fluir de las presencias y las ausencias, con el verbo y sus fronteras arañadas por la escritura, límites del lenguaje en los que ella quiere permanecer toda su vida. Experiencias todas de soledad.

Marie Claire Blais abre Sed con una celebración de la soledad, mediante la cita extraída del final de Las olas. Es una declaración, una promesa.

Comienza pues, Blais, su novela con un crepúsculo, el anochecer de los personajes de la obra de Woolf, en el tiempo que Bernard, última voz de Las olas, ha sido alcanzado por los años, por la soledad y por el desaliento; cuando con las palabras ha logrado quitar de las cosas el velo que las cubría, y ha perdido la creencia de quien creía ser y, por tanto, perdida también la ilusoria y a veces febril identidad, de manera que ya no llama a su propio yo. Ya no responde, no intenta crear una frase, porque ha cesado la conversación con el otro yo que soy yo mismo. Se han desprendido las viejas respuestas. Y es entonces, en esas condiciones, que puede hacer frente al enemigo.

“También en mí se alza la ola. Crece, arquea la espalda. Soy consciente una vez más de un nuevo deseo, de algo que crece en mi interior, algo indeciso; me siento como el orgulloso caballo al que primero espolea su jinete y a que luego frena. ¿Qué enemigo avanza contra nosotros, caballo, mientras corremos por la acera? Es la muerte. La muerte es el enemigo. Lanza en ristre, cabalgo contra la muerte, cabalgo con el cabello al aire, como un joven, como Percival cuando galopaba en la India. Pico, espuelas. Invencible y decidido, cargo contra ti, muerte”

Las incesantes olas continúan rompiendo contra la costa. Estarán ahí siempre. El tiempo no las vence. Se alzan y caen en una eterna renovación. Hacia ellas se dirige Bernard, en busca de su hora de gloria.