Este último mes se ha celebrado Halloween, unas de las festividades más esperadas, pero ¿cuál es su origen?

Halloween nace en Irlanda y tiene su raíz en una de las festividades más antiguas e importantes del calendario celta, el Samhain.

Para los celtas, el año se dividía solo en dos estaciones: el verano (la luz) y el invierno (la oscuridad). El Samhain significaba que el verano había acabado, y con ello, la última cosecha y el último día para almacenar los alimentos. Era el momento de sacrificar a los animales que no podrían sobrevivir durante el frío y el inicio de una etapa oscura en la que la comunidad dependía de sus reservas.

El Samhain era como el “año nuevo” celta y tenía lugar entre la noche del 31 de octubre y el 1 de noviembre. Además, para ellos, el día comenzaba al caer el sol, por eso, la noche era el momento más sagrado, pero ¿por qué?

Esta fecha marcaba el puente entre un año y otro, por tanto, era una ocasión en la que los límites entre el mundo de los vivos y el Sídh, el “otro mundo” céltico —el reino de los muertos — se volvía extremadamente tenue, es decir, que quedaba abierto.

Los celtas creían que durante este día los seres de ambas realidades podían cruzar de un lado a otro con relativa facilidad.

Por un lado, los espíritus de familiares y ancestros fallecidos volvían temporalmente a sus hogares. Esta no se trataba de una visita temida, sino esperada. Los celtas dejaban ofrendas de comida y pasteles en sus puertas y encendían hogueras o velas para honrarlos y guiarlos a sus casas. Pero junto a ellos cruzaban también otras criaturas, como los seres feéricos, algunos traviesos y otros, peligrosos.

En muchos relatos mitológicos, algunos dioses aprovechaban este momento para bajar al mundo terrenal disfrazados o transformados, ya fuera para ofrecer presagios, o interactuar con los mortales. Junto a ellos, también cruzaban seres malignos, como los espectros errantes, almas perdidas o entidades asociadas a la muerte y a la naturaleza liminal del Samhain.

Por esta creencia, algunos celtas se disfrazaban con pieles de animales y máscaras. Era un modo de confundirse con estos seres para evitar ser molestados o capturados y poder pasar desapercibidos o asustarlos.

Durante este día, y por este motivo, también era común que las comunidades se reunieran alrededor de una gran hoguera comunitaria que tenía un papel ritual y simbólico muy importante. No era simplemente un fuego para calentarse o cocinar, servía para purificar a la comunidad.

Se creía que el fuego tenía la capacidad de ahuyentar a los malos espíritus, renovar la energía vital de los habitantes, protegiéndolos de enfermedades y malos augurios, y de marcar el límite entre el mundo de los vivos y el Sídh.

Pero esto no acaba aquí:

Los romanos ya tenían una celebración dedicada a los muertos llamada Lemuria, que se celebraba en mayo, pero era muy diferente al Samhain. Lemuria era mucho más oscura y temible, se trataba de almas inquietas o vengativas que se dedicaban a hacer daño a los vivos. Era una festividad marcada por miedo y precaución.

Con la expansión del cristianismo por el Imperio Romano, la Iglesia no pudo eliminar por completo todas las fiestas populares. Así que optó por cristianizar algunas, como el Samhain. Esto también ayudaba a que más gente se convirtiera al cristianismo.

Al fusionar estas tradiciones, Lemuria paso a ser llamado el “Día de Todos los Santos” y el Papa Gregorio XIII decidió fusionarlo son el Samhain. Esta festividad se celebraría el 1 de noviembre y la noche anterior, el 31 de octubre, pasó a llamarse All Hallows’ Eve, la víspera de Todos los Santos, como preparación para la festividad.

De esta manera, el cristianismo reemplazó a los dioses y creencias celtas por santos y personajes católicos, pero mantuvo varias tradiciones del Samhain, como encender velas, disfrazarse o usar máscaras. La Iglesia permitió estas prácticas porque facilitaban que la población aceptara la nueva fe sin renunciar por completo a sus costumbres.

Así surgió lo que hoy conocemos como Halloween.