Aitor González J.

«La obsesión no necesita alas. Basta con que encuentre un cuerpo donde anidar.» Publicado en 1963, El coleccionista, de John Fowles, sigue siendo uno de esos artefactos literarios capaces de incomodar medio siglo después. No porque recurra al morbo fácil o a la violencia explícita, sino porque disecciona, con una precisión casi entomológica, cómo se gesta un monstruo cotidiano. Uno sin colmillos, sin máscara, sin excusas sobrenaturales. Un monstruo que respira, trabaja, ahorra… y espera el momento adecuado para llevarse a su presa.

La premisa es conocida: Frederick Clegg, un joven gris pero meticuloso, secuestra a Miranda Grey, una estudiante de arte, y la encierra en un sótano acondicionado como un terrralio humano. Pero la novela no va de encierros. Va de miradas. De cómo una mente aparentemente normal puede transformarse en un mecanismo de control absoluto si nadie la detiene a tiempo. Va de la perversión de la ternura, del peligro de la soledad mal gestionada y del modo en que el deseo de poseer acaba por devorar todo lo que toca.

Fowles estructura la obra en dos voces: la de Clegg, contenida y aséptica, casi burocrática; y la de Miranda, luminosa, inquieta, desesperadamente humana. La alternancia produce un efecto devastador: el lector se ve empujado a entrar y salir de dos mundos que nunca debieron tocarse. Y, sin embargo, chocan, se contaminan, se deforman mutuamente. El verdadero terror yace ahí, en esa convivencia forzada donde una persona intenta sobrevivir mientras otra intenta justificar su propia oscuridad.

Como thriller psicológico, la novela es impecable. No necesita sustos ni giros estridentes: la tensión nace del silencio, de las miradas que Clegg no sabe interpretar, de los días idénticos que se repiten con una normalidad enfermiza. Desde un enfoque psicoanalítico, El coleccionista es también un estudio sobre la disociación, sobre la incapacidad de empatizar, sobre la construcción errónea del amor cuando este se convierte en una colección más, tan estática y muerta como las mariposas que Clegg guarda en cajas perfectas.

Pero quizá lo más perturbador sea lo atemporal de su propuesta: ¿cuántos Cleggs caminan hoy por la calle sin llamar la atención? ¿Cuántas Mirandas son reducidas a objetos por alguien que dice quererlas? El mundo ha cambiado, sí, pero las jaulas siguen existiendo. Solo han aprendido a disfrazarse mejor.

Fowles no da respuestas. Solo abre una ventana pequeña, claustrofóbica, hacia un tipo de maldad que no necesita ruido para resultar devastadora. Y el lector, al cerrar el libro, siente la incómoda certeza de que no ha escapado del sótano del todo.

(Para quienes disfrutan de la exploración psicológica del poder, la vulnerabilidad y la manipulación, aviso: mi novela Icaria, de cosecha propia, está ya en sus últimos pasos antes de publicarse. Un viaje oscuro donde memoria, control institucional y cuerpos que no siempre obedecen se entrelazan en un ecosistema tan íntimo como inquietante. Si os atraen las historias donde el ser humano se convierte, sin quererlo, en su propio laboratorio, estad atentos. A veces, lo que creemos que es seguridad… es solo otra forma de encierro.)