
Yo no soy viejo, es mi vida pasada la que está ya un poco lejana, la que se ha hecho un poco vieja.
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Creo que un viejo tiene las mismas dificultades en la vida ─a veces menos─ que un joven. La diferencia está en que en el viejo, para levantar esas dificultades, no existe el magnetismo de las ilusiones ni, para evitar su caída, el soporte de los proyectos, que hace tiempo se vaciaron de contenido.
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Por eso quizás la vejez no está tanto en no poder hacer las cosas, cuanto en no tener la ilusión de hacerlas.
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Uno ha llegado verdaderamente a la vejez cuando comienza a vivir entre sus ruinas.
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Lo más triste es que haya que pasar precisamente lo más triste al final de la vida, cuando debería ser la etapa de superación y descanso de lo más triste.
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Y aquí ocurre que lo que sí se produce por acumulación es el sufrimiento: No la salud, o el placer, sino el sufrimiento… Pasada cierta edad, cuando veo un rostro, aunque sea un rostro joven, no veo más que sufrimiento acumulado.
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Por eso, cada vez me estoy decepcionando más de la vejez: cada vez me doy mayor cuenta de que la irritación permanente de los viejos que siempre he observado en ellos no es una irritación contra la vida y los hombres: es una irritación contra su propio cuerpo y sus miserias.
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En mi caso, la vida me ha ido haciendo viejo, enfermo, tal vez irritable… Pero hay una cosa que voy a procurar que no llegue a conseguir: hacerme una persona vil.
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No obstante, he de convenir que no todo se va deteriorando con la edad: en la vejez llega a desarrollarse un extraordinario olfato para detectar a los hijos de puta, incluso aquellos que sólo estaban en embrión en la ingenuidad de la juventud y madurez.
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Hay sin embargo que tener cuidado: suele ocurrir también que la vejez es una estafadora que tienta con placeres de juventud a cambio de vida… Bien es verdad que con la edad, en mi caso, ya he comenzado a abandonar la esclavitud de aquel terrible Eros que era temido hasta por su madre, para dejarme llevar por la política de ese afeminado y amanerado Cupido.
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Cuando se me acaben los pequeños placeres de mi escritura, de mis lecturas de Gracián, de Montaigne, de Rabelais… Con la edad he tenido que aprender a reconvertir todos los actos mínimos —transmutar hasta las cosas que me eran indiferentes— en esos pequeños placeres. ¿Vejez…? Reconversión de los placeres (que de los sufrimientos no puedes).
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He llegado a un punto en que ya tengo que racionar, trocear y dosificar las escasas esperanzas de que dispongo. Para que me duren un poquito más.
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Aunque quizás no hay tantas desgracias ni peligros para quienes los esperan: hay naturaleza… Magras ventajas de la vejez.


