Horacio Otheguy Riveira.

Durante la cena de Nochebuena de 1970, Emiliano Quesada, un antiguo terrateniente, fallece atragantado mientras degusta su plato favorito. El percance hace que se extienda el rumor de que alguien ha echado a la familia un mal de ojo del que ningún miembro podrá salvarse. Años después, en la madrugada del 18 de diciembre de 1999, Isabel recibe una llamada: Santi, su hermano, ha fallecido atragantado esa noche durante la cena de Navidad de su trabajo. Esta noticia hunde a Isabel en una profunda depresión y reaviva su recuerdo del mal de ojo de los Quesada, en el que siempre se negó a creer.

En 2001, cuando por fin ha logrado recuperarse de la depresión, Isabel recibirá una nueva llamada que volverá a desestabilizar todo su mundo: un abogado quiere comprar las tierras de la familia Quesada, de la que ella es ya la única propietaria. Incapaz de tomar una decisión, Isabel decide viajar una última vez a Albacete para ver sus tierras, en especial la casona solariega, a la que no había vuelto desde la muerte de su abuelo.

Poco a poco irá descubriendo secretos familiares que habían permanecido cuidadosamente escondidos durante años… y volverá a toparse con la amenaza de la maldición de los Quesada mientras sale a relucir una y otra vez Pequeña flor, la melancólica canción que siempre tocaba su tío Saturnino al clarinete.

Dominio pleno de situaciones familiares conflictivas, con un lenguaje tan rico en florituras como ingenioso al abordar cierto costumbrismo humorístico, así como de gran sensualidad en escenas próximas a un erotismo que va exponiéndose a lo largo de páginas que invitan a entrar en esta familia para ver, saborear, compartir… y rechazar a los personajes sórdidos…

 

Prólogo

El mal de ojo

«Aumente el trabajo: crezca la labor; hierva la caldera».

Macbeth
William Shakespeare

1

Hubo quien echó la culpa al mal de ojo. Los maleficios tienen esas cosas. De no ser así, el abuelo habría abandonado este mundo a lo grande. Como correspondía a un general que luchó por la patria. No atragantándose con la cáscara de un langostino mal pelado, que además de asesina era minúscula. Del tamaño de una guija, dijeron en el pueblo durante el mes de enero. No, más pequeña aún, murmuraron en febrero. Como una pulga que se le atravesó al viejo en las vías respiratorias aquella Nochebuena del setenta y le despachó sin piedad.

La abuela culpó a la Visi. Porque era una gandulona y no barría bien bajo las camas. Y se había dejado esa microscópica membrana pegada al langostino más grande. El que reservaron para el abuelo y le dejó hecho un ovillo amoratado bajo la mesa llena de manjares. La abuela dijo que la Visi había matado a su marido porque era una penchajo y solo pensaba en hacer risas con los gañanes. Después de todo lo que habían hecho por ella, que la recogieron en el arroyo. Y es que por la caridad entraba la peste. Y la cabra siempre tiraba al monte.

A don Emiliano Quesada le chiflaban los langostinos. Mucho más que el pavo en salsa, o el lomo recién sacado de la orza, o el turrón de Alicante que ya no podía masticar. Los langostinos eran tiernos como el agua. Casi se deshacían entre la lengua y los dientes postizos, indignos de un valiente que sacrificó un brazo por la patria. Los crustáceos que Antonio traía de Valencia todas las Navidades en una nevera portátil le hacían olvidar las llagas de la dentadura postiza.

Cuando la Visi colocaba la bandeja encima de la mesa, el anciano levantaba el ejemplar de carne más sonrosada y exclamaba: ¡Por la mitad de esto, más de uno habría dado un brazo en la batalla del Ebro! Los niños creían que su abuelo había canjeado en una trinchera el brazo izquierdo, ese vacío sustituido por la manga hueca que la abuela le recogía con un imperdible a la altura del hombro, a cambio de una fuente llena de sapillos como los que su padre compraba cada año en el Mercado Central.

Mucha gente dijo que, si el abuelo no se hubiera atragantado con esa escama del tamaño de una pulga, otro gallo les habría cantado a sus descendientes. Y si Antonio hubiera sabido lo que iba a ocurrir por culpa de sus langostinos, quizá no habría ido al Mercado Central al punto de la mañana ni habría pagado un dineral por unos bichos que le repugnaban. Ni habría vuelto a casa echando el hígado por la boca para meterlos en la nevera playera con estampado de floripondios, cumplir el ritual de cargar las maletas en el «mil quinientos» y partir hacia Albacete por la carretera de Requena, desafiando curvas y placas de hielo, para que los niños acabaran vomitando el desayuno a la altura del desvío al Balneario de Fuentepodrida. De haber conocido el desenlace de aquella Nochebuena, sin duda, se habría ahorrado eso y unos cuantos duros.

Nada hacía presagiar el desastre cuando Antonio detuvo el «mil quinientos» ante el caserón solariego. Las vidrieras gemelas de la torre los miraron desde arriba. Dos ojillos multicolores que parpadeaban con malicia felina al ser acariciados por los rayos del sol. Los tres plataneros guardianes de la fachada mecieron al viento sus ramas calvas y susurraron una bienvenida navideña. El coche apestaba a la vomitina de los niños. Marisa aún refunfuñaba, porque Santi había regurgitado sobre su hombro izquierdo. El chico se mareaba cada 24 de diciembre y su madre le regañaba sin parar. Incluso cuando la carretera se desanudaba para atravesar la llanura manchega como una flecha.

A ver cómo iba a quitarse ese manchón pestilente, decía, si la abuela no tenía lavadora en el campo. Y la Visi le destrozaría la blusa, restregándole el bloque de jabón lagarto con sus manazas de rústica. Y a ver por qué no podían pasar las fiestas en el piso de Albacete, con su buena calefacción, y una lavadora como Dios manda, y la Telefunken, donde verían a Raphael cantando El Tamborilero, en vez de aguantar al baboso de Saturnino tocando el clarinete y morirse de frío en la casona como si fueran jornaleros. Antonio la apaciguó:

—Mujer, una vez al año no hace daño. Si solo son dos noches, por el abuelo. ¿No ves que está enfermo?

La abuela salió a recibirlos metida en la rebeca de lana gris. Dos vueltas de perlas le rodeaban el cuello de iguana. Como a la mujer del Generalísimo. Aunque doña Celia siempre se consideró mucho más guapa que Carmen Polo. Y una señora de casta. Por eso convenció a su marido para abandonar el caserón en 1963…

Carmen Santos (Valencia, 1958) vivió parte de su infancia y adolescencia en Alemania antes de regresar a España en 1974. Ha publicado hasta el momento siete novelas: «La vida en cuarto menguante», «La cara oculta de la luna», «Días de menta y canela», «El sueño de las Antillas», «Un jardín entre viñedos», «Flor de Arrabal» y «Las cosas de la melancolía» con gran éxito de crítica y lectores. Actualmente vive en Zaragoza. «Los ecos del ayer» es su última obra.