Daniel González Irala.

Gonzalo Fernández ya existía antes de Carroñero y Bajo mínimos; el germen del personaje que también fue alter ego de su autor es más observador que escritor y acaba por pasar por un lumínico estado comatoso del que debe aterrizar, y vaya si lo hace. En esta primera parte de la (su) trilogía del superviviente, Gonzalo opta por observar, sí, pero de manera activa y desde el Parquetito limeño cercano al bar Z —del que nos enamoraremos en Carroñero— para finalmente viajar a España con unas cuartillas de papel escritas.

A Gonzalo le sienta bien o mejor la lluvia fina —aquí chirimiri o calabobos— que la gente, especialmente si hablan con él en una terraza donde trata de poner sus ideas en orden; siente la arcada a través de sus propios recuerdos escatológicos con la enfermera en el hospital, y a pesar de que aparentemente no le pasa nada, todo un tren de mercancías le arrolla a cada paso, ya fume o no Montoyas porque ha dejado el Marlboro por su precio.

Considerado en su día un libro de cuentos —no en balde conquistó al jurado del XXXI Premio de Relatos de Villajoyosa— por unos, y una novela por otros, estamos ante el germen de un gran escritor que prefiere ir perdiendo la voz como hace en Las hienas antes que dejar de presumir de ser lector, lector, lector de Loriga, Bukowski, Miller o Ribeyro.

El primer encontronazo se lo proporciona Aceituna (Kataska), una novelista con libro de título rimbombante e intelectualoide, cuya falsa humildad él convierte en ignominia; el paso del tiempo por supuesto no le dará la razón, y la muchacha no solo verá publicado su asqueroso libro, sino que aparecerá del brazo con otro pibe.

Otros personajes que llaman la atención son Pavarotti («decía cosas como que su sangre era azul y que el canto lírico no se qué y que soy barítono y que también bajo tenor y además tenor de tenores, pero eso sí autodidáctico») y su voz que hace sangrar los tímpanos, los dos poetas enfrentados por su mierda de ego, uno de ellos se cree digno sucesor de César Vallejo, el Greñas que comparte pesadillas con Gonzalo donde B. (Bill Gates) es el mismo Belcebú y que solo se toma en serio su adicción a la cocaína,…

En el último tercio del libro, Gonzalo se hace garante de una frase de Henry Miller que viene a decir algo así como que no hay nada peor que estar vivo y vacío, y que de algún modo nos hace cerrar el círculo y hablar de novela con todas las de la ley. Aún así, preserva un sueño, que no tiene nada que ver con ese Quién se llevó mi queso tan propio de la autoayuda norteamericana, sino de nuevo con el vómito y la escatología, que es ganar un premio literario en España, que conseguirá un argentino. ¿Y qué? Nos dice Gonzalo al oído, llorando de risa.

Con respecto a la primera de las escritoras, Gonzalo nos regala una frase que es oro: «¿Qué chucha tenía en la cabeza? ¿Le excitaban acaso los paiches, bagres y pejesapos? En realidad, me convenía que depredara ese tipo de recursos ictiológicos: me libraba de ellos, era una labor por demás encomiable», demostrando así que ese germen de personaje del que hablábamos cobra su debida encarnadura.