Luis Alcalá.

Olvidemos, por un instante, la etiqueta que suele envolver a este tipo de libros. No lo llamemos autoficción, ni testimonial, ni «narrativa del dolor». No es un diario clínico, aunque el cuerpo enfermo aparece en casi cada página. Tampoco se parece a una novela al uso: no hay trama, no hay arcos de personaje, no hay nudo ni desenlace. Es otra cosa: una escritura que se construye desde la fisura, desde la suspensión, desde una consciencia desgarrada que se niega a ceder el control de su voz, aun cuando todo lo demás (el cuerpo, la energía, el tiempo) parece desvanecerse.

Neutrino —ese título ya nos advierte de su naturaleza mínima, casi espectral— es menos una obra cerrada que una serie de aproximaciones líricas, ensayísticas, filosóficas, diarísticas y, en ocasiones, humorísticas, a lo que significa habitar un cuerpo crónicamente enfermo en el siglo veintiuno. Desde ahí se despliega una escritura que más que contar, constata. No narra hechos: registra estados.

El autor —y aquí el nombre importa porque su presencia se intuye en cada frase, incluso cuando se esconde detrás de una prosa contenida— escribe desde el umbral, ese lugar donde el cuerpo se vuelve opaco y el lenguaje empieza a flaquear. Y sin embargo, es precisamente en ese límite donde el libro cobra una fuerza inusitada. Como si, al borde del colapso, el lenguaje adquiriera un brillo repentino, una lucidez que solo se alcanza cuando ya no queda más que mirar desde la oscuridad.

El diagnóstico, aunque nunca dramatizado, es contundente: un tipo de insuficiencia renal crónica. Desde allí, el protagonista (¿el autor?, ¿una versión de él?, ¿una voz que lo sobrevuela?) emprende un viaje sin mapas ni redención, cuyo único eje es la escritura. Porque es eso lo que hace este cuaderno de navegación: traza, con una precisión quirúrgica, el deterioro y las resistencias del cuerpo. Cada fragmento —y el libro está compuesto enteramente de fragmentos, como si su forma quisiera emular el estado quebrado del narrador— es una miniatura de lucidez o melancolía, de humor negro o ternura súbita.

Lo que más llama la atención, sin embargo, no es el relato del sufrimiento (aunque hay dolor, claro que lo hay), sino la forma en que ese sufrimiento se transforma en observación. El texto no se regodea en la tristeza ni cae en el sentimentalismo; por el contrario, se aleja de todo gesto redentor. No hay moraleja, no hay autoayuda. Hay, más bien, una mente lúcida empeñada en mirar lo que todos esquivamos: el lento desarme del cuerpo, la burocracia de la medicina, el hastío de la sala de espera, la violencia de lo cotidiano.

Y, entre tanta pérdida, hay belleza. No una belleza exuberante, sino esa que se encuentra en lo mínimo: en la textura del té caliente, en el movimiento de una hoja, en la sonrisa del perro que espera junto a la cama. Es en esos detalles —reunidos con una mirada casi zen, sin énfasis— donde el libro encuentra su tono más poderoso.

Hay ecos, por supuesto, de otras escrituras del cuerpo enfermo: Susan Sontag y su famosa La enfermedad y sus metáforas, Anne Boyer, Audre Lorde, Paul Kalanithi, Joan Didion. Pero también hay una presencia menos evidente, más filosófica: el Beckett del silencio, el Cioran de la lucidez amarga, el Handke de lo observado hasta el hartazgo. Y, cómo no, el Bolaño que se sabía muriendo y decidió escribir desde esa conciencia.

Pero lo más interesante del libro quizá no esté en lo que dice, sino en cómo lo dice. El uso constante del fragmento —como si cada texto fuera un soplo breve, una exhalación entre dos tratamientos, dos fatigas— le permite al autor explorar diversas formas sin perder cohesión. Hay cartas, postales, viñetas, listas, poemas, microensayos. Y sin embargo, todo está imantado por una voz coherente, una voz que —a pesar de todo— se niega a ceder el lugar a la enfermedad. Porque si algo demuestra este libro es que el lenguaje puede ser, también, una forma de resistencia.

A diferencia de otras obras que tematizan la enfermedad desde la superación o la épica (piénsese en tantos libros que hacen del sobreviviente un héroe posmoderno), aquí lo que se impone es la vulnerabilidad. Y no como debilidad, sino como perspectiva. El enfermo no es un guerrero, sino un testigo. Un observador obligado a detenerse y, desde ese lugar, ver lo que otros pasan por alto.

Desde el inicio, el título nos instala en una lógica distinta: el neutrino es una partícula mínima, invisible, que atraviesa la materia sin dejar huella. Así también el autor: presencia casi imperceptible que, sin embargo, nos impacta. Veo aquí una poética de lo tenue, de lo que no hace alarde pero permanece.

En una de las imágenes que más me conmovió del libro, es esta entrada: El pobre Sísifo sabe que su condena no tiene fin, que es un juguete del destino; su figura fascinante se redefine con la luz del atardecer. Esta vez no arroja la piedra, salta al vacío con la simetría de un clavadista olímpico.” Con este gesto final, Sísifo trasciende su mito: ya no es sólo el símbolo del absurdo, sino del acto supremo de libertad. La elegancia del salto, contrastada con el peso de su condena, convierte el vacío en una elección estética y existencial. En lugar de resignarse, Sísifo transforma su tragedia en arte, y su caída ya no es derrota, sino una forma de redención.En un contexto literario cada vez más marcado por las tendencias de la corrección política, el optimismo terapéutico o la espectacularización del trauma, Neutrino apuesta por una forma sobria, íntima y cerebral de narrar la fragilidad. Su propuesta estética es una ética: mirar de frente lo que duele, pero sin adornos ni dramatismos. Y eso, hoy, es profundamente radical.

No es un libro fácil. No tiene clímax ni redención. Lo que ofrece es otra cosa: una compañía serena para quienes saben —o intuyen— que el cuerpo es un territorio temporal, que el lenguaje puede ser una tabla de náufrago, y que escribir, incluso cuando duele, es también una forma de vivir. Hay libros que curan, libros que entretienen, libros que consuelan. Neutrino no hace ninguna de esas cosas. Y sin embargo, te parte el alma en pedazos. Como el recuerdo de una corazón que late en la oscuridad.