Aitor González J.
“En algunas casas, los monstruos no están debajo de la cama. Rezaban con sotana, te metían en un armario y te decían que Dios te escuchaba llorar.”

Hay novelas que empiezan con una chica menstruando en la ducha del instituto. Y luego está Carrie. La ópera prima de Stephen King es una bomba emocional, social y psicoanalítica envuelta en una fábula macabra sobre la adolescencia, el fanatismo y la venganza. No es solo terror: es un grito de auxilio desde lo más profundo de la marginación. Y duele más porque sabemos que todo —menos los poderes psíquicos, tal vez— es demasiado real.
Carrie White no es una chica como las demás. O mejor dicho: es exactamente como las demás, pero vive en una casa donde ser normal es pecado, sangrar es un castigo y hablar con chicos es una vía directa al infierno. Su madre, Margaret White, es probablemente uno de los personajes más aterradores del universo King, y eso que comparte universo con payasos demoníacos y hoteles encantados. Pero Margaret no necesita maquillaje ni trucos baratos: le basta una Biblia y un cuchillo de cocina. Y un armario. Porque sí, mientras tú temías que hubiera algo dentro del armario, Carrie temía que la metieran dentro. Y lo peor es que el monstruo… era ella misma.
King nos ofrece aquí un retrato descarnado de la violencia institucionalizada: la del hogar, la del colegio, la de la religión. Todos los escenarios donde debería existir protección, comprensión o guía, se convierten en fuentes de humillación. Carrie es una víctima por sistema, una adolescente pisoteada por la maquinaria de lo normativo. Y como buen alquimista del horror, King hace que esa opresión fermente, que ese dolor madure… hasta que explota. En sangre. En fuego. En rabia.
Desde una lectura psicoanalítica, Carrie es también la historia de una represión llevada al extremo. La menstruación, como símbolo del despertar sexual, es el punto de partida de una transformación que no solo es biológica, sino también espiritual, psíquica y destructiva. Carrie no despierta su poder: lo libera. Porque siempre estuvo allí. Porque quizás su madre tenía razón en algo: Carrie no era una niña normal. Pero lo que Margaret nunca entendió es que no fue el Diablo quien la transformó, sino el abandono colectivo de todos los que debieron protegerla.
El tono de la novela oscila entre lo narrativo y lo documental, como si el horror necesitara testigos, como si la tragedia no pudiera explicarse sin mirar el expediente clínico, los recortes de prensa, los informes policiales. Y ahí reside parte del genio de King: nos hace sentir que esto podría haber pasado. Que Carrie es, en realidad, el monstruo que todos ayudamos a crear.
La escena final en el baile —la cubeta, la sangre, los gritos, el fuego— es ya parte del imaginario colectivo. Pero el verdadero clímax no es el desastre, sino la revelación: la certeza de que Carrie, por fin, se ha convertido en algo más grande que su dolor. En una fuerza. En una advertencia.
Leer Carrie es como abrir una vieja caja de música en una casa abandonada: suena bonito durante un segundo, pero sabes que algo terrible se esconde en el fondo. Es la historia de cómo una niña con miedo a los armarios acabó quemando la casa entera. Y lo más espeluznante no es lo que le hizo a los demás… sino lo que le hicieron a ella antes de que decidiera devolverlo todo con intereses.

