Horacio Otheguy Riveira.
Crímenes distintos a las anteriores novelas, presentados también con un estilo más denso, a manera de un lento viaje cinematográfico siguiendo varias pistas intrincadas, oscuras, con el IRA y el Servicio Secreto Británico como telón de fondo, creación paisaje de intrincados senderos de violencia…
Abril de 1974, día de Viernes Santo. Una bomba casera estalla en un piso de Woodlans, un barrio pobre de Glasgow. ¿Qué hace una bomba allí? ¿Será el IRA? Al fin y al cabo, y según el agente Harry McCoy, Glasgow es como Belfast, pero sin bombas. En el piso encuentran un cadáver (o parte de él, pues el resto está repartido por todo el comedor). Alguien estaba construyendo una bomba y le ha estallado en las manos.
En plena investigación, un hombre aborda a McCoy en un pub donde están de celebración con la familia de su colega Wattie, que acaba de ser padre. Ese desconocido, llamado Andrew Stewart, es un rico estadounidense cuyo hijo (marine, veintidós años, seis meses de servicio en el USS Canopus) lleva tres días desaparecido; está desesperado, y tras recurrir en vano a todos los medios oficiales, acude a McCoy en busca de ayuda. Así arranca la trepidante cuarta entrega de las novelas protagonizadas por el policía Harry McCoy, atribulado por una úlcera que no cuida lo suficiente, y su habitual malestar ante la sangre, la muerte… y bastantes momentos de angustia.

El título hace referencia a una consigna de la que nos enteramos muy avanzada la novela. En medio, la incesante búsqueda de un joven de la Armada, la dolorosa úlcera péptica de Harry, la afición por el sadismo de militares forjados en la tortura colonial… Un goteo, por momentos demasiado lento –en comparación de las tres anteriores novelas de la serie– que cuando coge carrerilla promueve un estado de angustia contagioso: efecto reflejo de la muerte de civiles en plena vida cotidiana.
«Daba la impresión de que una bola de derribo hubiese arrasado con las oficinas de la cervecera Tennent´s Caledonian. McCoy tosió, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo llevó a la boca. No resultaba sencillo respirar con todo aquel polvo y humo.
La entrada no era más que un agujero, las escaleras que ascendían no llevaban a ninguna parte, se detenían en el aire formando maraña de cemento y varillas de acero…»
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«Se fijó en un taxi que había enfilado Great Western Road y lo detuvo. Se sentó en la parte de atrás y, a través de la ventanilla, vio cómo iban pasando las luces. Empezaba a estar cansado de todo. Tenía treinta y tantos, vivía en un apartamento de mierda, su carrera no parecía ir a ningún lado y se había convertido en poco menos que un ermitaño. Bebía demasiado. Necesitaba un cambio grande. Se estaba cansando de las amenazas y la violencia y las consecuencias.
Vidas arruinadas.
Sentía que estaba rozando su límite. No quería seguir viviendo así, formando parte de eso. No quería ver a chicos atados gritando de miedo, a hombres a los que tenían que extraerles pedazos de cristal de la cara. Las vidas de padres destrozadas cuando él les decía lo que les había sucedido a sus hijos.
Toda la mierda que le estaba cayendo encima era demasiado. Normal que tuviese una úlcera.
Se bebió lo que quedaba de cerveza.
Se fue a casa».


