Daniel González Irala.

Es esta la monumental segunda —de tres— parte de Las máscaras del héroe, novela que el periodista y novelista por muchos conocido, sembró en la editorial club Diógenes de Valdemar a la edad de veinticinco años y que despistó por su uso del narrador personaje (Fernando Navales) al mismísimo Paco Umbral allá por 1997, dado su retrato —quizás aquella vez más ficcionado, aquí más documentado en diversos y sucesivos archivos europeos— de los bohemios de principios del siglo XX en un Madrid donde todavía alguno era capaz de suicidarse tirándose por el Viaducto (¿qué quedó de aquel Armando Buscarini? probablemente nada, ni siquiera el recuerdo en un Navales que por su misma voz lo destruyó) En el recuerdo quedará por siempre sin embargo Pedro Luis de Gálvez, aquel sablista que tras descuartizar a su hijo y meterlo en una caja de cartón hecho pedazos, pedía limosnas por su recuperación.

Ni que decir tiene que como novela histórica que es, la trama podría estar ambientada en esta nuestra realidad actual, donde ya van acechando esos nubarrones de guerra que en este caso está ambientada durante la ocupación alemana a Francia durante la Segunda Guerra Mundial, centrando el tiro sobre todo en la vida de exiliados españoles de los dos bandos, nacional y republicano, que vivieron aquellos días.

Todo empieza con el encargo realizado por Perico Urraca a Navales para reflotar el periódico Arriba, para ello escribe una misiva, utilizada aquí a modo de prólogo, por el que necesita un soldado dados esos nubarrones que vienen. Luego Navales se adueña de todo encumbrándose aún más en voz principal; su idea es entrevistar, mediante los pocos o muchos contactos que tiene a la elite de la intelectualidad escondida de los sucesos que están ocurriendo en España en ese momento. Aparte de Navales existirán otros muchos soldados —no necesariamente militares, como él— que hacen posible que estemos asistiendo en todo momento ante un cuadro grotesco donde quién más quién menos tiene más que callar que de hablar. Como el género que, como periodista, Navales debe practicar por principio es el de la entrevista a estos afamados seres para así poder medrar y escalar posiciones a su regreso, De Prada sabe mantener un equilibrio a la hora de hacernos ver quién es o podría ser peor que el otro, y en concreto me estoy refiriendo a Gregorio Marañón y Pablo Picasso, ambos situados en una izquierda liberal, como la socialista actual.

Del envite con Gregorio Marañón, Navales no sale precisamente airoso, ya que a pesar de ser un progre que le ha bailado el agua a los fascistas, para así poder escribir su Tiberio y Teoría del resentimiento —siendo este resentimiento necesario y una prolongación nefanda de esa envidia tan española— el no inmiscuirse demasiado en estos asuntos, le hace cerebralmente más potente.

Del duelo con Pablo Picasso, de quién se dicen argumentadas por los archivos, verdades como: «Era desolador que el hombre que había pintado aquellas maravillas turbadoras anduviese ahora pintando retratos birriosos para mantener el tren de vida de los grandes expresos europeos» ó «Pero no me parecía que en aquellos churros hubiese descenso a ningún subconsciente, sino captación de la vida consciente de un enfermo atraído por la fealdad, por la crueldad, por la monstruosidad» en boca de Navales, ya existe aún más juicio moral que con Marañón, siendo el gran perdedor de esta fiesta goyesca.

Aunque en frases cortas y sin cortar el cable de transmisión que todo escritor debe tener, existen algunas injerencias que no entorpecen el devenir de la historia («Al hombre complejo se le distingue porque se mete en la cama con una mujer para hablar con ella; al tarugo, porque lo hace para desahogarse»), incluyendo también alguna cita de Nietzsche («los seres débiles siempre se apiadan del derrotado, aunque defienda lo que ellos atacan») u otras como: «En contra de lo que piensan los ignaros, el artista de auténtica valía tiene un universo creativo chiquito en el que se mueve como Pedro por su casa».

En este novelón de 800 páginas, existen como decíamos muchos más personajes, algunos referenciados en media frase, otros de más importancia, pero quisiera destacar el de Ana de Pombo, bailarina y femme fatale que conquista el alma de Fernando, así como el de otra, peruana, a la que Navales trata de salvar sin éxito de los restos de su propio naufragio; este hecho convierte la novela no solo en histórica, sino en bélica, obligando al lector a escuchar esas mil voces que pueblan su propia noche.

La nota final del autor es de excepción, y nos explica que «no escribimos para la generación presente, sino para quienes ya se han muerto y para quienes todavía no han nacido».Por último, hacer ver que la frase de algún poeta francés acuñada en Las ninfas por Paco Umbral («hay que ser sublime sin interrupción»), queda ya  desgastada debido a los tiempos que corren y a que hay que contar, más que poetizar.