Horacio Otheguy Riveira.

El multimillonario Trever Stone contrata los servicios de los experimentados detectives Patrick Kenzie y Angie Gennaro para que averigüen el paradero de su hija Desiree, que lleva tres semanas desaparecida, así como la desaparición del primer detective -que el multimillonario contrató para localizarla-, Jay Becker, mentor de Patrick.

Acostumbrados a sobrevivir en las sórdidas calles de Boston, los detectives viajan hasta los embriagadores atardeceres de Florida siguiendo una pista poco fiable, que les conducirá a una tierra corrupta y abonada de mentiras. Avanzar en la investigación es penetrar en un territorio donde nada es sagrado. No hay espacio para el error: confiar en la persona equivocada o dar un paso en falso significa la muerte.

Una historia dura e intensa que, con buen ritmo, nos permite descubrir el verdadero rostro de cínicos sin escrúpulos. Complejo entramado en el que una bellísima joven irá revelando facetas inquietantes, desde una encantadora inocencia -propia de cuento de hadas- hasta la máxima crueldad, bajo un revestimiento de fascinante compulsión sexual.

Los crímenes al uso de la novela negra se reconstruyen con fidelidad singular en un vertiginoso andamiaje por el que se mueven —valientes, tímidos, leales amigos, amantes ardientes…— los detectives protagonistas: la preciosa Angie y el apasionado Patrick: socios en todo, también en lograr un merecido encuentro íntimo de muchas horas con el cartel de No molestar en el picaporte de la puerta de un hotel con vistas al mar.

EPÍGRAFE: No deis a los perros lo que es sagrado; no arrojéis vuestras perlas a los cerdos. Si lo hacéis, puede que las destrocen con sus pezuñas, y que luego os despedacen. Mateo 7:6

 

PRIMERAS PÁGINAS

 

«Un pequeño consejo: si alguna vez seguís a alguien por mi barrio, no vayáis de rosa. El primer día que Angie y yo detectamos al gordo bajito que nos estaba siguiendo, el hombre llevaba una camisa rosa debajo de un traje gris y un chaquetón negro. El traje era cruzado, italiano, demasiado bonito para mi barrio. ¿Como cuánto de bonito? Pues como varios cientos de dólares por encima del presupuesto de mis vecinos.

El chaquetón era de cachemir. Supongo que la gente de mi barrio se puede permitir el cachemir, pero prefieren invertir ese dinero en cinta aislante para enganchar el tubo de escape a sus Chevys del 82, por lo que apenas si les queda lo suficiente para financiarse unas vacaciones en las Seychelles.

El segundo día, el gordo bajito sustituyó la camisa rosa por una blanca más discreta y se deshizo del cachemir y del traje italiano, pero seguía dando el cante, cual Michael Jackson en un centro de día, gracias al sombrero que lucía. Nadie de mi barrio —ni de ninguno de los vecindarios de Boston que yo conozca— lleva en la cabeza nada que no sea una gorra de béisbol o un gorrito de lana. Y nuestro amigo el Fardón, pues así lo habíamos bautizado, llevaba un bombín. Un bombín estupendo, eso sí, pero que no dejaba de ser un bombín. —Igual es extranjero —comentó Angie. Miré por la ventana de la cafetería de la Avenida.

El Fardón torcía la cabeza hacia abajo y, de repente, se ponía a atarse los cordones de los zapatos.

—Extranjero, ¿eh? —dije—. ¿De dónde exactamente? ¿De Francia?

Angie me lanzó una mirada asesina y se puso a untar queso cremoso en un bagel con tanta cebolla que se me saltaban las lágrimas sólo con mirarlo. —No, idiota. Del futuro. ¿Nunca has visto aquel episodio de Star Trek en el que Kirk y Spock aparecen en la Tierra en los años treinta y no saben cómo comportarse? —No soporto Star Trek. —Pero te suena el concepto. Asentí y, acto seguido, bostecé. El Fardón estudiaba atentamente un poste telefónico como si nunca hubiera visto uno antes. Puede que Angie estuviera en lo cierto.

—¿Cómo es posible que no te guste Star Trek? —Es fácil de explicar. Lo veo, me aburro y apago la tele. —¿Y qué me dices de La siguiente generación? —¿Y eso qué es? —pregunté. —Cuando naciste —atacó mi socia—, seguro que tu padre le dijo a tu madre: «Mira, cariño, acabas de dar a luz a un vejestorio». —¿Adónde quieres ir a parar? —inquirí. El tercer día optamos por divertirnos un poco. Cuando nos levantamos por la mañana y salimos de mi casa, Angie fue hacia el norte y yo hacia el sur.

Un ojo en el cogote

Y el Fardón la siguió a ella. Pero el Siniestro me siguió a mí. Nunca había visto antes al Siniestro, y es muy posible que jamás hubiese reparado en él si el Fardón no me hubiese dado motivos para hacerlo. Antes de salir de casa rebusqué en una caja llena de objetos veraniegos y encontré un par de gafas de sol que suelo llevar cuando el clima permite ir por ahí en bicicleta. Las gafas tenían un espejito enganchado a la izquierda de la montura que se podía extender o plegar y que te permitía ver a tu espalda. No era algo tan molón como los chismes que Q le proporcionaba a Bond, pero me sería de utilidad y ni siquiera tendría que flirtear con la señorita Moneypenny para conseguirlo.

Estoy convencido de que era el primer chaval de mi barrio con un ojo en el cogote. Vi al Siniestro cuando me detuve de forma repentina ante la entrada de La Despensa de Patty para tomar mi café matutino. Me quedé mirando la puerta como si la carta del establecimiento estuviese colgada en ella, desplegué el espejito y giré la cabeza hasta que reparé en un tipo con pinta de enterrador que había al otro lado de la avenida, junto a la farmacia de Pat Jay. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho de gorrión y mantenía la mirada clavada en mi cogote. En las mejillas hundidas lucía unos surcos que parecían ríos, y a media frente le nacía un triángulo de pelo. Una vez en el interior del bar de Patty, plegué el espejito y me pedí un café.

—¿Te has quedado ciego de repente, Patrick? Levanté la vista y vi a Johnny Deegan echándome leche en el café.

—¿Cómo dices? —le pregunté. —Las gafas de sol —aclaró—. En fin, estamos a mediados de marzo y no ha salido el sol desde el Día de Acción de Gracias, Patrick. ¿Te has quedado ciego o es que intentas ir a la última? —Yo siempre intento ir a la última, Johnny. Deslizó el café por la barra y me cobró. —Pues te quedan fatal —sentenció».

 

 

«Una tierra de nadie hecha de asfalto y hierba y nos acercamos a la bahía de Tampa. El agua y la tierra de esa zona se veían tan oscuras tras las densas paredes de lluvia que resultaba muy difícil discernir dónde acababa una y dónde empezaba la otra…»