Ignacio Expósito Moral.
La envidia, decía Aristóteles, nace en almas pequeñas y faltas de satisfacción.
Nunca me consideré envidioso, al menos en la aceptación de la palabra que prolifera y que no es otra que la de desear aquello que no tienes o que tiene otro -envidia ésta de un nivel superior, algo más mezquina, si cabe, sobrepasada de rabia y muy falta de amor propio-, por lo que quiero que quede claro que lo que paso a comentar no tiene nada que ver conmigo, digo conmigo en lo que respecta a esa pequeñez de alma o esa necesidad de satisfacción a la que se refería el filósofo griego y de la que padezco -no lo niego: todos envidiamos algo en un momento dado-, pero de una manera, sino distinta, peculiar.

Yo envidio aquello que no sé; puede que sea un tipo específico de envidia, la envidia de los ignorantes (por llamarla de algún modo), o puede que sea un sentimiento de necesidad que subyace en aquellos, entres los que me encuentro, que buscan del conocimiento más tajada de la que la que le coge en la boca. Es ese apetito de entender y de demostrar aquello que me enciende por dentro y que me encantaría expulsar de mí, saciando así esta falta de aptitud -que no de actitud- ante la belleza. Yo, amante de lo ajeno cuando hablamos de intelecto, habría sido feliz en grado sumo si, pobre de mí, hubiera tenido facilidad en los idiomas -quien pudiera leer a Shesperare en su lengua mater, o escuchar y entender las letras de Jim Morrison o de Édith Piaf-, o hubiese podido captar y pintar la luz como Alfonso Parras, o haberme parecido lo más mínimo a José Galiano Pérez; si hubiese cantado la mitad de bien que Sinatra o simplemente haber escrito una única letra de Sabina. Sí… esa es mi envidia, ese es el pesar que mi ego aguanta sobre sus hombros a diario, porque nunca rozaré tan siquiera el infinito de arte que les rebosa a todos ellos y a muchos más que no nombro por pereza y por falta de folio.
Una vez aclarada la visión que por mi parte existe de ese sentimiento tan perdurable y tan de moda, sea la época que sea, paso a comentar el hecho por el cual hoy, a estas impetuosas horas, en este sábado de octubre, roto de silencio y de rutina, me he lanzado a escribir y a dar mi humilde -y, seguramente, innecesaria- opinión al respecto.
Son dos las noticias que, en estos días, han visto la luz y han paseado su perfil por tierra, mar y aire, dejándose ver y escuchar sin miedo y sin vergüenza. Y no es por falta de decoro -que la culpa de que la mierda huela no es del que defeca sino del que la mueve-, es por exceso de incultura -con lo felices que éramos cuando sólo había un tonto en los pueblos… hoy día habría que hacer oposiciones para la plaza-. Decía, hace unos días saltó la noticia de que se había entregado el premio literario de mayor montante económico a un tertuliano de televisión de uno de esos programas que entretienen a la plebe en las tardes de tedio, enagüillas y brasero. No contentos con eso, en otro programa -esta vez nocturno- muestran por la pantalla a un escritor desconocido -hasta ahora- que, dicho por su boca, había escrito tres o cuatro novelas en un año -qué maravilla-, autopublicadas, y que, menos de cien horas después, se convirtió -previo pago- en el libro más descargado en el país en lo que va de mes.
Vuelvo a rescatar a la mal nombrada y siempre denostada envidia, para que no caiga en saco roto que, aún cómplice de esta sociedad-suciedad (nunca una vocal se pareció tanto a otra), no es culpa suya esta sensación que me recorre. No es por ella que me de un poco de asco, un poco bastante, que a la castigada literatura, cada vez más escasa y vilipendiada, se le falte al respeto de esta manera. Son años ya que los premios importantes en letras se regalan al presentador o famosillo de turno, por temas comerciales, por rescate de inversión o por idiotez crónica, igual da. La pela es la pela… llega a ser hasta comprensible, despreciable: pero comprensible (nadie da duros por cuatro pesetas). Lo que no me coge en la cabeza es que -y por lo que voy a decir más de uno me va a crucificar- a una novela (porque él la ha llamado novela; en lo que respecta a mí: si tiene menos de 80.000 palabras no merece tal calificativo) de apenas ciento y pico páginas, carente de puntuación, falta de calidad estilística, de vocabulario, de subtramas, de ritmo… en otras palabras: sin nada o casi nada de literatura, se haya convertido en la más vendida en España de un tiempo a esta parte. Pero lo peor de todo es que, el que ha tenido el gusto de leerla -yo leí las primeras páginas y no fui capaz de seguir- confiesa que engancha, y no son pocos eh… bastantes. Hablábamos de la envidia y de su amor por lo que no se tiene. Dios me libre, en verdad lo pido.
También decía Aristóteles que la ignorancia se caracteriza por afirmar en lugar de dudar. Táchenme de ignorante, asumo el castigo impuesto, pero lo mío se cura leyendo y aprendiendo de los que hicieron de la palabra un bien digno de ser escrito -si Lorca, Cervantes o Javier Marías levantasen la cabeza-. Fáltenme al respeto, escúpanme a la cara, repróchenme que solo me duele no haber alcanzado la gloria que otros paladean… hablen, están en su derecho, de el mismo modo que yo estoy en el mío de llamar inculto al que no le brinde su sitio y su valor a la palabra.

