Horacio Otheguy Riveira.

Difícil separarse de McCoy, el policía multifacético que puede dominar una hábil e irrefutable violencia -a veces excesiva- y al tiempo sentir repulsión por la sangre y los cadáveres, o resultar un amante tan tierno como infatigable. Contradictorio. Leal en situaciones límite y penoso a la hora de compartir trabajo. Egocéntrico a ratos con Wattie, su fiel compañero, a quien vimos crecer como joven novato y padre de familia en el desarrollo de las seis novelas.

Al final de esta pieza número 6, Harry nos deja después de un encadenado de intenso dramatismo. Cuando todo parecía derrumbarle, él «Se puso a pensar».

Un gran cierre con una vaga promesa de continuidad. Ojalá. Porque seis novelas pueden no ser suficientes para indagar en los años de 1973 a 1975. De momento, se acabó la serie con una certeza: Cualquiera puede morir en junio, bajo el agobiante calor húmedo de Glasgow y un retrato de confidencias con asesinatos de mendigos borrachos entre los cuales puede estar el temible y amoroso padre de Harry, el que le abandonó y del que, sin embargo, recuerda tiernos paseos. Un factor clave entre corruptelas policiales y, sobre todo, el fin de la ofensiva de McCoy contra el fanatismo religioso.

La carga policiaca es vencida por el intenso drama personal y una nota diferencial de todo el ciclo: la imperiosa necesidad de unirse a un poderoso gánster para hacer justicia.

Adiós, Harry McCoy. Hasta pronto Alan Parks. De uno u otro modo, seguro que la unión continuará…

 

Sexta y última novela de la Serie Harry McCoy: singular estilo de novela negra que transcurre en los duros meses de mayo y junio de 1975 en Glasgow, Escocia.

 

«McCoy salió de la comisaría cuando caía la noche. Cargaba con dos cajas llenas de cosas que suponía que necesitaría en el nuevo destino, así como con una bolsa de Agnews con cuatro latas de cerveza y una botella de whisky. Llegó hasta la recepción sin que se le cayera nada, justo en el momento en que el sargento de guardia colgó el teléfono y le tendió una nota.

—Tengo las manos ocupadas, Ross. ¿Qué dice?

—Una solicitud del agente Watson para que acudas a la escena de un crimen. Ha dicho que te pillaba camino de casa —dijo—. Más o menos.

McCoy suspiró, dejó las cajas sobre el escritorio y leyó la nota. No le pillaba de paso. —Vivo en Partick, Ross, no en el maldito Calton. Ross se encogió de hombros y retomó la lectura del periódico.

—¿No hay nadie más aquí? No obtuvo respuesta.

McCoy maldijo, recogió las cajas y se dirigió a su coche. Era una de esas noches de verano perfectas que no se dan muy a menudo en Glasgow. Todavía hacía algo de calor, el cielo empezaba a teñirse de rosa. Las calles estaban llenas de niños quemados por el sol y parejas que regresaban a casa agarradas de la mano. Incluso los borrachos que se reunían en la parte de atrás de la estación de autobuses de la calle Buchanan parecían felices. Con camisetas sin mangas, la cara roja por haber estado tumbados todo el día en el parque compartiendo una botella de alcohol.

—Me has pillado por los pelos. Estaba a punto de largarme — dijo McCoy al salir del coche—. Cinco minutos más tarde y no habría visto tu mensaje.

—Entonces me alegro de haberlo hecho — dijo Wattie—. Supuse que esto te interesaría.

—Me da a mí que querías un poco de compañía —comentó McCoy—. ¿No te parece que aquí ya hay bastante gente? Señaló con la cabeza hacia la multitud que se congregaba al otro lado de la calle. Cuatro o cinco agentes de uniforme estaban desenrollando una cinta para acordonar la zona, dos enfermeros desplegaban una camilla, el fotógrafo de la policía, bajo una capa negra, colocaba una nueva película en su cámara.

Todos reunidos en torno a algo que yacía en el suelo. Algo que McCoy sabía que tenía que ser un cadáver. Estaban en una plaza embarrada llena de basura, restos de mampostería y botellas rotas. El espacio entre dos edificios a la espera de ser demolidos. Aunque se encontraba a apenas cinco minutos de distancia de la bulliciosa calle Argyle, resultaba difícil sospecharlo siquiera; en los alrededores del descampado no había nadie, un remanso de paz en el corazón de la ciudad. El lugar ideal para aquellos que no querían ser vistos.

—Mi intención es acabar con este asunto antes de que anochezca —dijo Wattie—. Nos ahorrará tener que traer las luces y todo eso.

McCoy alzó la vista al cielo. El sol ya estaba bajo y los edificios proyectaban largas sombras.

—Será mejor que nos demos prisa. Me has obligado a venir aquí, ¿vas a decirme qué está pasando?

—Haré algo mejor que eso — respondió Wattie—. Te lo voy a enseñar.

Echaron a andar hacia el otro extremo del descampado. Wattie señaló con la mano hacia el frente.

—Dos chicos que tomaron un atajo por aquí vieron lo que creyeron que era un montón de ropa. Cuando se acercaron, resultó que era el cadáver de un hombre. Corrieron a esa cabina de teléfono y llamaron.

—Alucinante —dijo McCoy. —Lo sé —admitió Wattie—. Esa clase de cabroncetes habitualmente se dan el piro.

—No me refiero a eso. Lo alucinante es que una cabina telefónica en Glasgow funcione. Será la primera vez. Asegúrate de que quede constancia en tu informe.

—¿Te has quedado a gusto, inspector Listillo?

McCoy asintió.

—¿Qué le ha pasado?

—Por lo que parece, se trata de una muerte natural, no hay señales de otra cosa. Por su aspecto, se quedó dormido al raso.

 

Tenía la cabeza arqueada hacia atrás, los ojos muy abiertos miraban hacia el cielo

 

Se acercaron un poco más y Wattie les dijo a los agentes que se apartaran un momento. McCoy se armó de valor y se aproximó al cadáver. Supuso que no habría sangre y que no le impresionaría. Los chicos que lo encontraron tenían razón: parecía más un montón de ropa que otra cosa. Pero no lo era. Se trataba de un hombre vestido con un sucio traje azul, camisa blanca, a la que le faltaban casi todos los botones, chaleco, uno de los zapatos negros tirado en el suelo y el otro todavía en el pie, aunque sin calcetín.

Tenía la cabeza arqueada hacia atrás, los ojos muy abiertos miraban hacia el cielo, restos de bilis verdosa alrededor de la boca. Debía de tener unos sesenta años, la cara arrugada y una cicatriz en la frente. Cabía la posibilidad de que fuese diez años más joven, era difícil saberlo. Vivir en la calle pasaba factura.

—¿Te suena? —preguntó Wattie.

—¿Acaso crees que conozco a todos los malditos vagabundos de Glasgow?

—No. Pero pensé…

—Es Jamie MacLeod, Jamie de Govan —dijo McCoy—. Lleva en la calle desde que tengo memoria. Alguna vez lo vi con mi padre. Era un bebedor empedernido, lo arrestaron varias veces por ebriedad y alteración del orden. Yo mismo lo detuve en una ocasión cuando hacía la ronda.

Dejó de hablar. Apreció una considerable sonrisa en la cara de Wattie».

 

Alan Parks, miembro del «selecto club del Tartan noir», subgénero novelístico de la literatura escocesa, con influencias de la obra de James Hogg Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado y de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, obras que tratan de la dualidad del alma humana, dividida entre el bien y el mal, la salvación y la condenación. (Wikipedia)