Francisco José García Carbonell.

Este artículo es tan tuyo como mío; para ti, José Carlos.

Hoy en día, no hay nada más valiente que ser un Kierkegaard sin Regina, me dijo mi amigo José Carlos. Y tenía razón. Los existencialistas corremos el riesgo de refugiarnos en un abrigo individualista, un manto que nos protege del mundo pero que también nos aísla. Ese abrigo puede convertirse en un escudo: brillante, poderoso, capaz de engrandecernos en apariencia, pero que al mismo tiempo nos impide dar el salto decisivo hacia lo desconocido. Porque sí, Kierkegaard temía ese salto. Sentía pánico ante la idea de lanzarse hacia lo infinito. Y, sin embargo, ese salto no era hacia un más allá abstracto, sino hacia la infinitud que late en lo más íntimo de nuestra vida corporal, en lo interno y en lo externo, en la tensión entre lo que somos y lo que deseamos ser.

El caso de Regina Olsen es aún más revelador. Lo fuerte no fue solo la ruptura con Kierkegaard, sino que ella quedó expuesta en sus obras, convertida en personaje ante su entorno social y familiar. Regina se transformó en un símbolo sublime, una figura que pasó a la historia no por sus propios actos, sino por la mirada de otro. Imagino lo difícil que debió ser para ella verse reflejada públicamente, mientras en privado la relación tenía matices más delicados, más humanos, más contradictorios. Esa exposición la convirtió en un espejo involuntario de la angustia y la fe de Kierkegaard.

Aun así, junto a su marido siguió leyendo los escritos del filósofo. Tanto ella como él reconocían en Kierkegaard a un espíritu sensible, un hombre marcado por la intensidad de su pensamiento y la fragilidad de su corazón. Las anécdotas abundan: el marido de Regina no permitió que Kierkegaard la viera, ella quemó las cartas que él le había escrito, cuando la nombró heredera en un gesto pasional de fidelidad y distancia. Se cuenta que Regina se enfadó al leer uno de sus últimos libros, porque se reconocía retratada y expuesta. Y, sin embargo, tras la muerte de Kierkegaard, al contemplar un retrato suyo colgado en una pared, dijo con tono dramático que sería conocido en todo el mundo. Esa frase, dicha desde la herida y la memoria, parece anticipar la posteridad que efectivamente alcanzó.

Regina amó a su marido como el gran amor de su vida, aunque Kierkegaard había sido su primera elección. Se despidió del filósofo con un gesto silencioso, cargado de remordimiento por no haberle perdonado de manera más explícita. Ese remordimiento la acompañó siempre, como una sombra que no se disipa. Al final de su vida, guardó con celo la memoria de Kierkegaard, como si aquella experiencia la hubiera marcado para siempre. Ya en la madurez, cuando tanto su esposo como Kierkegaard habían muerto, vivió esa historia desde otro lugar: a una edad en la que el “qué dirán” ya no pesa, pero en la que la memoria se convierte en destino.

Kierkegaard fue para ella una presencia en el futuro, aunque la había llevado innecesariamente a la historia al no atreverse a hablar en su propio nombre. La convirtió en símbolo de su conflicto interior. ¿Mereció la pena? Kierkegaard la utilizó como escudo, como figura que le permitía explicar su exterior y verbalizar su interior. Era un cristiano convencido, amaba a Dios sobre todas las cosas y a los demás a través de Dios. Entonces, ¿amaba a Regina a través de la ley moral y no desde el cuerpo? Esa es la pregunta dramática: ¿puede el amor filtrado por la moral ser auténtico, o se convierte en un sacrificio que niega la carne?

Kierkegaard quiso mostrar la autenticidad de la persona desde ese escudo. Pero yo me pregunto: ¿no es desde un escudo desde donde vemos tanto lo externo como lo interno? Como escribir un libro desde dentro del libro, o como describir un espejo desde dentro del espejo. Esa paradoja es difícil de explicar. Kierkegaard habló de la vida a través del libro, de un proceso vital que incluía todo: su época, su fe, su angustia, Regina y lo que no era Regina. Todo se convirtió en materia moral, en un drama de conciencia.

La pregunta por la autenticidad sigue abierta. ¿Dónde está? ¿En la metáfora del corazón? ¿En la espera interminable, como en Esperando a Godot? ¿En el proceso mismo de buscar, en ese “no sé qué” que nunca se alcanza? La autenticidad parece estar en la tensión, en la espera, en el vacío que se llena de preguntas. Desde los albores del pensamiento, el ser humano busca esa autenticidad, y quizá lo único auténtico sea la búsqueda misma, el salto que nunca termina de darse.