Dos abuelos maternos, feriantes. Dos abuelos paternos, campesinos. Unos padres que con 30 años tenían una niña de siete y dos trabajos fijos. Y primos y amigos rellenando un pasado divertido e incesante como una feria. Y La Mancha de fondo, por supuesto, como principio y final de todo. En Feria, Ana Iris Simón repasa la historia de su familia, desde sus bisabuelos hasta el peso de su maternidad futura, mientras no le quita ojo a una vida marcada por el capitalismo, el feminismo y unos valores marcados tan a fuego en la sociedad que ya ni nos damos cuenta de que están ahí.

«… Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. Cuando lo digo en alto siempre hay quien pone cara de extrañeza y me responde cosas como que a mi edad mis padres habían viajado la mitad que yo o que a ellos envidia ninguna, que tienen que hace muchas cosas «antes de asentarse». Que ahora somos más libres y que nuestros padres no pudieron estudiar dos carreras y un máster en inglés ni se pegaron un año comiendo Doritos y copulando desordenadamente en Bruselas gracias a eso que llaman Erasmus, y que no es sino una estrategia de unión dinástica del siglo XXI, una subvención para que las clases medias europeas se crucen entre ellas y pillen ETS europeas y celebren que eso era Europa y eso era la europeidad y que para eso hemos quedado los nietos de Homero y Platón».

«… Hacía mucho calor y había ya muchas moscas cuando mi tía Ana Rosa nos mandó a mis primos Pablo y María y a mí a la panadería del Orejón. Yo llevaba camiseta que decía: «Mis abuelos, que me quieren mucho me han traído esta camiseta de Vigo» que me habían comprado mi abuela Mari Cruz y mi abuelo Vicente en un viaje del Imserso y María llevaba un vestido de flecos de algodón con un perro estampado al que le faltaban algunos trozos de tanto lavarlo. Teníamos que comprar las barras para los bocatas de tortilla y yo marchaba con actitud de sargento, como orgullosa jefa de tropa, porque Pablo tenía seis años y María cinco, pero yo tenía ocho. El cierre estaba aún echado porque era muy temprano, así que llamamos al timbre. Nos abrió el Orejón y durante los primeros segundos, y hasta que alcé la cabeza para mirarle a la cara y explicarle que veníamos a por el pan lo que vi fue una panza peluda y con el ombligo hacia fuera….».

«… Nos mudamos a un chalé adosado de esos que en aquellos años empezaron a hacer de Toledo y de La Mancha un no lugar —otro—, con cada vez menos paredes encaladas y cada vez menos botellas de plástico llenas de agua en las esquinas para que no mearan los perros en nombre de la modernidad y de la nueva nación-rotonda-España, orgullosa de su reciente europeidad.

Una modernidad y una europeidad que se diluían en cuanto uno iba a la oficina de Correos de Ontígola, porque de la puerta, que era una puerta de garaje blanca exactamente igual a las diez puertas de garaje blancas de los diez chalés adosados que había alrededor solo que con un buzón amarillo con una cornamusa pintada, colgaba una cartel escrito por la Ana Mari. «Horario de oficina: de 10:00 a 11:00″. Sobre la acera estaba la Vespino con la que repartía  el Residencial y los Girasoles, las dos urbanizaciones de chalés sin adosar, de chalés chalés, que empezaban a llenar Ontígola de forasteros como nosotros solo que con un poco más dinero y unos pocos años menos de hipoteca…».