'El diablo', de Arturo Graf

JOSÉ LUIS MUÑOZ.

Excelente iniciativa la de la editorial Montesinos al publicar este ensayo culto, documentado y, a ratos, hilarante, sobre el ángel caído, el diablo, Satanás, Belcebú, obra de  Arturo Graf (1848-1913), ensayista, poeta e historiador italiano. El diablo, uno de sus libros más conocidos, nos habla de la historia de ese personaje mítico que es la encarnación del mal, luces y sombras y vigencia de tan maligno ser que se alimentó de la ignorancia de la gente y el terror imbuido por la institución eclesiástica, muy útil para que, bajo su amenaza infernal, no se subvirtiera el orden establecido y los súbditos transitaran por el camino recto que le marcaban sus dirigentes. Una obra magna sobre un personaje de ficción fascinante del que Arturo Graf, que le dedica un sesudo y muy erudito ensayo,  sabe que no existe. Recuerdo días en que permanecí como turbado al pensar que el diablo,  el formidable rey del abismo, la razón de tantas caídas, de tantos dolores, de tantos terrores, el objeto de tantos razonamientos, de tantas disputas, de tantas doctrinas, aquel por quien fueron derramados ríos de sangre y de tinta, no existe, no existió nunca, más inconsistente que la niebla, más vano que la sombra.

Habla el libro, entre otras muchas cosas, de la banalización del diablo, de su presencia en las artes y sus representaciones más populares. De los diablos más rigurosos y canónicos a los más estrafalarios,  del auge del demonio en la etapa oscurantista de la Edad Media, de su presencia en la literatura, desde la intelectualización de Goethe y su Mefistofeles en Dr. Fausto, al diablo pícaro de El diablo cojuelo. Y de su decadencia, de su paulatina desaparición a medida que se impone la razón en el género humano y la ciencia suple a la superchería.

El auge del ser maligno corresponde con el de la iglesia. Satanás se había formado ya en parte, pero sólo alcanza plenitud de su ser en el cristianismo, en la religión que afirma querer hacer efectivo el judaísmo, del que surgió y al que niega en buena parte. Arturo Graf no desaprovecha la ocasión para arremeter contra ese dios vengativo del Antiguo Testamento.

Jehová es celoso, feroz, inexorable: las penas que impone son desmesuradas con respecto a las culpas cometidas, sus venganzas son espantosas y brutales, y afectan por igual a culpables e inocentes, a hombres y animales. Atormenta a sus fieles con prescripciones absurdas que los hacen vivir en un perpetuo terror del pecado, y les obliga a pasar a cuchillo a la población de las ciudades asaltadas.

El reino de Satán se extiende precisamente por la humanidad más refinada y decadente, la del Imperio Romano. Acaso el imperio de Roma no era el imperio de Satanás? Sí,  verdaderamente: Satanás era adorado en los templos, alabado en las fiestas públicas, Satanás se sentaba en el trono con César, Satanás subía con los triunfadores al Campidoglio.

Satanás es hijo del terror y el medioevo es la edad del terror, de las enfermedades terribles que se explican como castigos divinos y Arturo Graf nos habla de cómo las artes trataron al hijo de la oscuridad. Otras formas, infinitas veces representada por las artes, es la de un ángel oscuro y desfigurado, con grandes alas de murciélago, cuerpo seco o peludo, dos o más cuernos en la cabeza, nariz aguileña, orejas largas y puntiagudas, colmillos, manos y pies con garras. Pero su representación mejoró durante el Renacimiento. Satanás empieza a embellecerse un poco con la llegada, o mejor dicho, con el desarrollo del Renacimiento, y es comprensible que una edad enamorada de la belleza y que dedicó al culto de la belleza lo mejor de sus energías no debiera tolerar, no siquiera en Satanás,  una deformidad demasiado infame y espantosa.

El cristianismo ha maldecido la carne, ha difamado el amor, afirma Arturo Graf. Hay que añadir solamente que cuando no se trataba de santos sino de santas, el diablo asumía el aspecto de un hermoso joven, tan tierno como audaz. El diablo tienta y lo hace a través de los placeres prohibidos por la iglesia, el tabú sexual que llega hasta nuestros días. Cuando no podía hacer otra cosa, el diablo producía poluciones nocturnas que, si bien involuntarias, podían ser pecado si iban acompañadas de imágenes lascivas y sentimientos voluptuosos.

De las apariencias del diablo y sus diabluras deja debida constancia el erudito en su ensayo demoniaco. Un buen día se le apareció el diablo bajo la apariencia del santo y le impuso en penitencia cortarse primero lo que el discreto lector podrá adivinar sin que yo lo diga, y luego el cuello. El incautó joven obedeció, y habría ido sin remisión al infierno si la beata Virgen no le hubiese hecho resucitar a tiempo. Volvió a la vida, pero no recuperó lo que se había quitado con sus propias manos. En los actos sexuales el diablo campaba a sus anchas.  Pero la peor burla, la más grosera,  a mi parecer, era la siguiente: sorprender a un hombre y una mujer en flagrante pecado carnal y atarlos en un indisoluble abrazo, more canino. El diablo, en diversas formas, copula con sus pecadoras víctimas para engendrar monstruos. En 1625, una dama que pasaba de los cincuenta años, Ángela de Labarthe,  confesó en Tolosa que había engendrado con el diablo un hijo con cabeza de lobo y cola de serpiente, al que debía alimentar con carne de niños.

Algunos caminos que utiliza el Ángel Caído para hacerse con los cuerpos y las voluntades de sus siervos rozan el surrealismo o el humor absurdo. De este modo poco más o menos una monja se metió en el cuerpo al diablo comiendo una hoja de lechuga: lo afirma san Gregorio Magno.

En todas las catástrofes naturales se veía la mano del diablo. Satanás está en las nubes borrascosas que se agolpan en el aire, en la niebla que se extiende sobre tierras y mares, en la lluvia que desborda los ríos,  en el granizo que destruye las cosechas, en el torbellino que engulle la nave.

Hay en el libro un apartado dedicado a las brujas, esas siervas del diablo que acabaron, muchas de ellas, purificadas en la hoguera. Las brujas volaban por los aires, no muy alejadas del suelo, y debían guardarse de pronunciar durante el viaje el nombre de Cristo y de dejarse sorprender por el canto matutino del Ave María si no querían caer de cabeza, con gran peligro de romperse el pescuezo. Y descripciones de sus abominables aquelarres. El convite era iluminado por brujas que, puestas a cuatro patas, sostenían velas encendidas entre las nalgas; los alimentos eran a veces delicados y exquisitos, otras veces repugnantes y horribles, verdaderamente dignos de la infernal cocina. A menudo se comían niños de pecho o cadáveres sacados de las sepulturas. La persecución de la brujería no sólo fue cosa de católicos. Lutero no sólo creía en las brujas, sino que expresaba el deseo de que todas fueran quemadas, y entre los que más se esmeraron por mantener vivas las falsas creencias y por hacer el juicio más violento, ocupa un lugar sobresaliente Jacobo I de Inglaterra,  el rey pedante y gandul. Así pues, gracias a la labor conjunta de católicos y protestantes, en tres siglos se apagaron no solo docenas sino centenares y miles de vidas humanas. Los castigos para esas siervas del diablo que se revolcaban con él y extendían las maldiciones eran ejemplarizantes.

Surgía más allá de un terrible bosque formado por árboles altísimos y erizados de espinas, de cuyas ramas puntiagudas y punzantes pendían por los pechos las desdichadas mujeres que se habían negado a nutrir con su leche a los niños huérfanos de madre; dos serpientes le succionaban a cada una de ellas el mal negado seno. Visiones del infierno.

Se pregunta Arturo Graf: ¿A quién se le podía ocurrir, salvo a un loco de remate, invocar al diablo, firmar un pacto con él,  entregarle el alma, esperar de él riquezas y honores? La moderna sociedad ha perdido el miedo al diablo, ha sellado su decadencia. Si un pecador incorregible desaparece de repente sin dejar rastro, a nadie se le ocurre que el diablo haya podido cogerlo por los pelos y llevárselo volando hacia el infierno, sino que se hacen investigaciones, se mandan avisos con la firme convicción de que, vivo o muerto, está en algún lugar, no del otro sino de este mundo.

Termina el ensayista italiano con sentencias que entierran el reino de las supercherías en el que reinó durante tantos años el ser objeto de ese sesudo ensayo. La obra iniciada por Cristo hace dieciocho siglos la ha concluido la civilización.  La civilización ha vencido al infierno y nos ha librado para siempre del diablo. Es El diablo una obra fundamental para entender ese personaje de ficción al que ya ni la iglesia reconoce. El diablo somos nosotros y el infierno y el paraíso están en la tierra.

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