'El río del tiempo', de Jon Swain

El río del tiempo

Jon Swain

Traducción de Magdalena Palmer
Gatopardo
Barcelona, 2018
285 páginas
 
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
 

Este es un libro de viajes rescatados de las lagunas de la tristeza. Jon Swain (Londres, 1948) vuelve con la memoria a los años azules, al tiempo que vivió cerca del Mekong, cuya intensidad sentimental no le abandona. El libro es un lamento por los años huidos y por la imposibilidad de vivir en el pasado. Swain confía en que, más de veinte años después, la combinación perfecta de tiempo, espacio y, sobre todo, amor, se repita para reproducirse el paraíso dentro de él. La esperanza aquí se vuelve una trampa, de la que espera resarcirse gracias a la literatura. “El pasado dorado no podía renacer”, dice, en una aporía terrible: renacer y pasado son absolutamente incompatibles, pues cuando algo renace es para mostrarse diferente. Más adelante confesará su inútil espera: “Quizá me engañe con ensoñaciones ingenuas; quizá me haga demasiadas ilusiones sobre el pasado”. Pero soñar es legítimo y, en ocasiones, es lo único que la vida nos permite.

El río del tiempo está escrito décadas después de su experiencia como reportero en Camboya y Vietnam. Durante esa época él era más joven y supo enamorarse de los lugares que todavía no habían perdido la inocencia, de lo no contaminado, de una forma de existir a flor de vida en la que las miradas eran el alma. Su trabajo fue demoledor, pues asistió a la revolución de los jemeres rojos en Camboya y a la guerra de Vietnam desde Saigón. A pesar de ello, rescata la sinceridad de los habitantes de Nom Penh, una ciudad tranquila en la que la gente creaba vínculos reales con solo saludarse, e incluso en la capital vietnamita, acosada por los cuatro puntos cardinales. Allí conoció todas las versiones del amor: por el hermano, por las mujeres, por el trabajo, por el relato, por la justicia. En ese sentido, el libro es un trabajo de periodismo activista, dado que reivindica mucha humanidad y con ella humanitarismo.

La narración funciona como funciona la memoria: a partir de sus apuntes y diarios, se envuelve en meandros e implica a las sensaciones, a la política y a la historia, pero más que nada a su gente. Cuando permanece en lugares paradisíacos el texto se ralentiza; cuando se enfrenta al horror de la guerra y la posguerra, toma un ritmo frenético. Su memoria terminará por llevarnos a la tristeza, pues no se puede vivir con odio toda la vida y odio es la conclusión a la que llegamos de lo que presencia. Aunque para permitirnos comulgar con su biografía, Swain se entretiene en los descansos de su labor periodística.

El Mekong ha sido su hogar: los campesinos y el bosque, los aventureros y los supervivientes, el paisaje y la gente que carece de maldad. Tras cinco años, en una demostración de que la vida no te permite elegir siempre que quieres, se verá en la tesitura de volver a Europa. Solo le puede salvar repetir la experiencia emocional. De ahí que acepte ser corresponsal en Etiopía. Un secuestro de meses acabará con su carrera y sus ilusiones. A partir de ahí solo queda el lamento, pero Swain lo expresa con convicción, sin rencor, sin falsos anhelos. Leerle es vivir con él las razones por las que le cautivó Indochina, un lugar del que todos nos hemos enamorado en cuanto nos acercamos a él. El Mekong es el río del tiempo, y el gran río de la vida. El libro contiene un buen trozo de ella.

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