Goethe, el joven Werther y el comienzo de un sueño (I)
Por Fernando Chelle Un pilar en que descansó el sueño del Romanticismo En la segunda mitad del siglo
Leer másPor Fernando Chelle Un pilar en que descansó el sueño del Romanticismo En la segunda mitad del siglo
Leer másPor Sonia Rico Ni que decir tiene que los escritores están influenciados por muchas lecturas, películas e historias que se
Leer másYo y mi chimenea. Herman Melville. Ediciones Barataria. 128 pp. 10 €. Yo y mi chimenea, dos viejos
Leer másEl poeta asesinado. Guillaume Apollinaire. Editorial Barataria. Rústica con solapas. 160 pp. 15 €. 1 RENOMBRE La gloria
Leer másPor Carlos Javier González Serrano. A mediados de 1756, Rousseau se instala en la casa de campo del Ermitage,
Leer másOs dejamos un fragmento de una de las obras cumbre de Delibes, La sombra del ciprés es alargada: «La felicidad
Leer máslaire estaba enferma; la velaba noches enteras y, al marchar de su casa, cada vez, invariablemente, perdía el último metro y entonces recorría a pie el trayecto de la calle Raynouard hasta la plaza Saint Michel, que estaba cerca de donde yo vivía. Pasaba por delante de las caballerizas de la École Militaire; desde su interior llegaba el sonido de las cadenas a las que estaban atados los caballos, y el denso olor de los equinos, tan poco habitual en París; luego a grandes pasos recorría la larga y estrecha calle Babylone, donde, al final de la cual, en el escaparate de un fotógrafo, bajo la precaria luz de las lejanas farolas, me observaba el rostro de un escritor famoso, compuesto enteramente de planos inclinados; los ojos omniscientes detrás de unas gafas de carey europeas me acompañaban media manzana, hasta que cruzaba la franja negra brillante del boulevard Raspail. Por fin llegaba a mi hotel.
Leer másLa heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.
Leer másNací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de Brema que, inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han llamado siempre mis compañeros.
Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fue coronel de un regimiento de infantería inglesa en Flandes, que antes había estado bajo el mando del célebre coronel Lockhart, y murió en la batalla de Dunkerque contra los españoles.
Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo he sabido al igual que mi padre y mi madre tampoco supieron lo que fue de mí.
Llamadme Ismael (1). Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondria me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada (2); yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.[…]
Leer más