Thomas Hobbes: política y fatalidad

Por Ignacio González Orozco.

(Extracto de la introducción al libro Thomas Hobbes, original de Ignacio González Orozco, incluido en la colección Aprender a pensar. Publicado con autorización de la Editorial RBA).

200px-Thomas_Hobbes_(portrait)Sostuvo Aristóteles que la política es la principal entre todas las ciencias, puesto que se ocupa de los fines más elevados del hombre, a saber: una vida adecuada a los dictados de su propia naturaleza social —recordemos que el Estagirita consideró al ser humano como zoon politikon, el animal político— y regida según principios de justicia. En la Antigüedad clásica, ética y política caminaban de la mano, puesto que la segunda era la aplicación práctica de la primera en el ámbito de lo colectivo, y ambas respondían a una serie de principios inferidos con categoría de ley natural. Sin embargo, la evolución del pensamiento político posterior condujo a una nítida bifurcación entre los caminos de ambas disciplinas, sobre todo a partir de los escritos de Maquiavelo, que introdujo la noción de utilidad como fundamento e inspiración del quehacer gubernamental. A partir de entonces, la ciencia de lo público ha sido identificada a menudo con expresiones que se toman como muestra de lo peor de la naturaleza humana, caso de «El fin justifica los medios» —cita que recurrentemente se atribuye a Maquiavelo, aunque jamás la expresara en semejantes términos— y «El hombre es un lobo para el hombre», terrible sentencia que el filósofo británico Thomas Hobbes no hizo sino tomar prestada del mundo clásico.

Este aserto acerca de la licantropía humana es una de las tesis más valientes de la historia de la filosofía, y solo por ella valdría la pena leer a Hobbes, su más popular difusor, incluso si el interés fuera fruto de la curiosidad malsana que a veces despierta. Pero el filósofo inglés no era tan descastado como pueda parecer, sobre todo si se extrae la frase de su contexto teórico. La ferocidad innata del hombre nada tenía que ver, a su juicio, con una voluntad deliberada —entiéndase como libre— hacia el mal; bien al contrario, se trataba de una tendencia irrefrenable hacia el egoísmo, determinada por la constitución de la propia naturaleza humana. Hobbes no pretendía denostar a la especie, sino esclarecer la esencia de su comportamiento.

Semejante descargo no hace que las tesis hobbesianas sean menos turbadoras. Cuesta pensar en un mundo donde los hombres permanezcan siempre en estado de guerra los unos contra los otros incluso en tiempos de paz y prosperidad, cuando el enfrentamiento solo es latente. Pero basta mirar alrededor para sospechar que algo de verdad hay en tal suposición, y que lo contrario se resuelve en pura fantasía. Este planteamiento parte de una visión fatalista de la naturaleza humana, reforzada por el contexto histórico europeo de los siglos xvi-xvii, cuando el continente se desangraba por sus cuatro costados con los distintos conflictos hispano-francés e hispano-británico, las contiendas de Flandes entre españoles y neerlandeses reformados, la guerra de los Treinta años, las revoluciones británicas, las invasiones turcas, etc. Sin embargo, el pensamiento político de Hobbes es mucho más que un puñado de opiniones provocadas por los sucesos de su tiempo e influidas por las circunstancias de su vida. Antes que teórico del Estado, el británico fue un sólido matemático y notable científico, corresponsal de Descartes —y luego contertulio suyo— en los debates sobre la definición del método. Su itinerario biográfico, inspirado por la más denodada búsqueda de la objetividad y la verdad, es un ejemplo admirable de aplicación intelectual y amor al conocimiento.

A lo largo de esa tarea, si una influencia marcó el pensamiento de Hobbes fue la personalidad y obra de Galileo Galilei, figura señera del método hipotético-deductivo. Del maestro italiano aprendió que la realidad física se construye con la interacción de cuerpos en movimiento, y aplicó la fórmula a la ciencia política para entender la sociedad como un campo de fuerzas de individuos que se mueven en pos de sus pasiones, apetitos y necesidades, con el subsiguiente choque de trayectos, raíz de perpetuo conflicto. De hecho, los movimientos mentales del ser humano —los pensamientos, las emociones, los deseos— no eran, para Hobbes, sino huella peculiar de esa actividad incesante de la materia, idea que representaba una novedad naturalista de primer orden frente a las explicaciones anteriores de la vida social, teñidas de justificaciones metafísicas o propias del fideísmo. Por eso fue tan maltratado en vida por la opinión de sus coetáneos como suele serlo actualmente, y de modo igual de injusto.

Hobbes entendió que la norma política idónea debía ser consecuencia directa de la conformación física e intelectual del ser humano, la cual dependía a su vez de las peculiares reglas de funcionamiento de la materia. Un orden político racional debería adecuarse a las normas básicas que rigen la naturaleza. De este modo cerró el círculo de su sistema filosófico, dividido en tres grandes disciplinas: física, antropología y política o «filosofía civil», como el propio autor quiso denominar a esta última. El modelo formal básico de todo ese entramado teórico era el mecanicismo, según el cual el universo entero —pero también sus componentes particulares, como cada uno de los seres humanos— es una suerte de máquina donde todo proceso o suceso está causalmente determinado por factores físicos. Una propuesta, evidentemente materialista, que por fuerza habría de chocar contra quienes sustentaban los principios políticos en instancias ajenas a la más pedestre realidad humana, caso del derecho divino de las monarquías absolutas, que interpretaba el orden monárquico tradicional como imagen de la jerarquía celeste.

Fue en este punto en el que Hobbes topó con la Iglesia. Muchas guerras de la época involucraban a las creencias religiosas, tanto las que enfrentaban al cristianismo contra el islam como las que desangraban internamente a los propios cristianos, en plena Contrarreforma, y suponían una excelente coartada para justificar los intereses dinásticos y el control de las principales rutas comerciales. El dogmatismo religioso operaba como eficaz embaucador de las conciencias e impedía una anuencia mínima en torno a principios de convivencia racionales. De ello dedujo Hobbes uno de los rasgos más significativos de su pensamiento, el escepticismo en materia de religión, que desde temprano contribuyó a estigmatizar su persona como la de un pensador impío y de fondo cruel —algo parecido al escarnio sufrido por Maquiavelo, de quien tomó Hobbes la frialdad de la analítica histórica, reacia al idealismo—. El filósofo inglés advertía que la raíz de los malos gobiernos se hallaba en las ideas erróneas, esto es, en una mala interpretación de la realidad material, que se debía sin duda a la pervivencia del mito y la ausencia de metodología científica; y también, cómo no, a una derivada de las anteriores, la intromisión de las iglesias —todas ellas— en los asuntos de la política, que deberían estarles vedados. Una prueba más de la modernidad de su pensamiento y, cómo no, también de su actualidad.

[…]

En suma, Hobbes figuró entre los más destacados exponentes intelectuales de ese pesimismo que está ligado de modo inextricable a la época barroca. Ahora bien, a pesar de su evaluación pesimista de lo humano, en su disquisición teórica expuso y defendió los mejores ideales que su época fue capaz de concebir: el igualitarismo civil que repudiaba los privilegios feudales de la nobleza, la búsqueda del interés público a partir del interés privado y la preeminencia de la ley por encima de los privilegios. Principios que no partieron ni del fideísmo, ni de la tradición ni de un capricho cualquiera; bien al contrario, fueron fruto de un sólido sistema conceptual racionalista, que trasplantó los principios metodológicos de las ciencias naturales al estudio de la política. Además, los prescritos teóricos hobbesianos el primer ejemplo sólido del iusnaturalismo, corriente filosófica que defendió la existencia de unos derechos naturales intrínsecos al ser humano, que en nada dependían de la Providencia divina o de la autoridad discrecional de los monarcas. Sin embargo, convirtió ese valor original del individuo en justificación de un régimen despótico, aunque ajustado a reglas, que se justificaba como expresión de las más básicas aspiraciones individuales: la seguridad física y la consecución del bienestar material.

En nuestros días y desde nuestra óptica de ciudadanos de países con regímenes basados en la elección libre de los representantes públicos y el respeto a las libertades básicas del sujeto, la lectura de Hobbes mueve a reconsiderar los análisis sobre la finalidad suprema de las instituciones públicas, el sentido último de la reflexión política y, de modo especial, la estrecha relación entre los ordenamientos jurídicos y el modelo económico en que se basa la reproducción material de la sociedad.

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