La historia, el orden y el amor

Por Mario Sánchez.

 

Desorden y dolor precoz. Thoman Mann. Trad. Rosa Sala Rose. Alba, Barcelona, 2011. 94 páginas. 9,00 €.

 

La editora barcelonesa Alba presenta en 2011, dentro de su colección Alba Brevis, este relato corto autobiográfico de Thomas Mann (1875-1955) titulado El desorden y el dolor precoz, exento de un prólogo introductorio a diferencia de la edición traducida en el año 2000, que también incluía una pequeña novela de su hijo Klaus Mann (1906-1949), Novela de niños.

 

La obrita paterna resulta sugestiva por una serie de características propias y concretas, muy centrada sobre todo en el contexto alemán de los años veinte (fue publicada en 1925), cuando el país veía la luz al final del túnel de la Gran Guerra. Años de posguerra, por tanto, teñidos de explícitos datos íntimos de la familia Mann, sometidos al filtro de la maestría de una pluma como la de Thomas, siempre agudo, siempre cauto, sin renunciar a la incisividad que siempre le caracterizó.

 

De ese modo, a través del desdoblamiento íntimo y literario de su personaje, el Doctor en Historia Abel Cornelius, traza el panorama de la situación familiar –no sin ironía ni gravedad– producto de una Alemania tendenciosamente inflacionaria que luchaba por salir adelante. A través de este complejo y fascinante personaje, el relato se desarrolla ágilmente y con una gramática que casi vuela, como por fortuna nos ha tenido acostumbrados el escritor a lo largo de su poderosa obra. Las apreciaciones en torno a los distintos miembros de la familia, bien diferenciados unos de otros no sólo por su ocupación dentro del núcleo familiar, sino por sus hábitos, su vestimenta, sus comportamientos, las formas dialectales que utilizan y/o demás circunstancias, son productos animados por la frágil y precaria situación de la familia. Tal congruencia constriñe al lector sensible en un océano de matices indecibles y vetados al resto de mortales, pues Mann es capaz de transportarnos con su palabra hacia lugares insospechados donde todo y nada parecen no existir sin esta delicada prosa.

 

Pero volviendo al argumento biográfico del relato, es necesario reparar en la personificación de la familia Mann al completo. Comenzando por el doctor Cornelius –su alter ego–, se pasa de los mayores a los menores (así son llamados los hijos de la familia en la novela), quienes representan uno por uno los miembros de su familia. Así, Lorchen y Bert personifican a Elisabeth y Klaus Mann respectivamente. Ella (Lorchen–Elisabeth) fue el ojo derecho de Thomas, su niña más preciada, la hija favorita; por el contrario, Bert–Klaus, el personaje rebelde, con amistades de dudosa y estrafalaria reputación, carente de interés por todo en la vida y preocupado únicamente por hacerse el gracioso. Luego aparecen Beisser, el hermanito pequeño, que es todo un trasto productor de múltiples algarabías e Ingrid (identificada con Erika Mann), la hermana mayor que, a pesar de ser tratada superficialmente, sale ciertamente mejor parada que su hermano Bert–Klaus. Como dato anecdótico baste saber que el propio Klaus, por entonces incipiente escritor, confesó en una carta dirigida a su hermana que el relato no le había gustado –o incluso ofendido– debido al severo retrato psicológico que tan vigorosamente su padre hizo de él.

 

Y es que precisamente éste es uno de los temas principales donde aflora una extraordinaria fuerza narrativo- sicológica: el momento preciso en el cual Cornelius advierte la presencia de un ser en todo distinto a su extravagante hijo, permite a Thomas Mann detenerse un instante en el cuadro sentimental de sus propios intereses, tanto por el devoto amor que profesa a su hijita menor (Lorchen–Elisabeth) como por el suavizado desprecio que siente por su hijo mayor (Bert–Klaus). No es casual, a su vez, que Cornelius no se nos muestre sentimentaloide, pues “en el fondo se da cuenta de que su mujer ha escogido a su niño predilecto con un corazón más generoso que el suyo”, nos dice el narrador omnisciente.

 

Hay un aspecto que parece pasar desapercibido. Se comporta como un órgano hibridado en una múltiple red de relaciones sentimentales, pero, por momentos, llega a constituir el núcleo de la trama: la trágica visión del hombre disciplinado frente a un mundo que no es capaz de serlo ni de imponérselo, en otras palabras, el orden establecido y la melancolía que implica el mismo: “Sabe que los profesores de Historia no aman la historia en la medida en que acontece, sino en la medida en que ha acontecido. Que odian los trastornos actuales porque los perciben ajenos a toda ley, incoherentes y descarados […] y que su corazón, coherente, devoto e histórico, pertenece al pasado”, reza el retrato psicológico del profesor. Y no deja de ser deslumbrante que Mann reconozca entre líneas –como posteriormente Umberto Eco estableció– el binomio y la similitud entre eternidad y melancolía. Colegir estas dos palabras, hacerlo de esa manera tan suave y delicada capaz de seducir, no caer en la sencillez casi por obligación y ser tan ingenuo como sincero en ello, constituye el hecho mismo de su grandeza literaria.

 

No obstante, el otro dilema del relato, que clausura la novelita magistralmente, hunde sus raíces en las profundidades de la complejidad del alma humana, el impacto emocional del primer amor, el príncipe azul propio de toda sensibilidad infantil. La forma –nunca mejor dicho– en la que Mann concluye este texto es absolutamente brillante, pero tendrán que leerla para conocerla, no queda más remedio. Baste el adelanto de dos elucubraciones posibles. La primera es la superficialidad como cura a todos los males de este mundo tan real como literario. La segunda es que la Historia inevitablemente pretendió regular un mundo que –al igual que la Alemania de posguerra de Mann– ya no es mensurable.

 
 

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