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El hombre que compraba gigantes

El hombre que compraba gigantes, Luis C. Folgado de Torres, Ediciones Altera, 262 páginas, 16,50 €.

Por Juan Laborda Barceló.

El hombre que compraba gigantesLa historia está llena de pasajes susceptibles de ser novelados. Es una realidad que todos conocemos. Lo complejo consiste en seleccionar cuáles lo son y qué tratamiento darles. En el caso que nos ocupa, Luis C. Folgado de Torres, ha optado por la siempre atrayente cuestión de los sucesos extraordinarios. Para empezar se ubica en la segunda mitad del siglo XIX. Cada vez se le teme menos a este período, cuestión que desde aquí aplaudimos, puesto que escritores de los más diversos estilos se atreven a ubicar en él sus tramas. Siempre ha sido una centuria compleja de entender, cargada con las taras del recientemente extinguido Antiguo Régimen, sometida a ambiciosas reformas, fallidos proyectos igualadores, cambios constantes de modelo político y, en definitiva, a diversos modos de entender a España. Es un período injustamente soterrado por la potencia, al menos en la historiografía tradicional, de los acontecimientos del siglo XX.

Por otra parte, el autor ha optado por una historia ya hecha. La vida del gigante Agustín Luengo Capilla (1849-1875), un personaje real del que nos han quedado, entre otras cosas, su estructura ósea y un vaciado en el Museo Nacional de Antropología. El recorrido trazado no se convierte en una dificultad, sino en una virtud en las páginas de la novela, que se inicia con la muerte del protagonista y toda ella se dibuja como un enorme y ajustado flashback. Desde la infancia del niño, ya sometido a una terrible acromegalia, hasta su muerte se produce un peregrinar que bien podría ser reflejo de aquellos días de hambre y penuria.

Los contrastes entre su Extremadura natal y la gran capital que era Madrid en 1875 son un acierto. El costumbrismo, con sus curas, tascas, mancebías y entretenimientos varios para el populacho permite reflejar el carácter hispano. Los caminos no estaban sólo poblados de bandoleros que acechaban los carruajes, también había artistas ambulantes, circos de todo tipo, espectáculos de la incipiente electricidad -lo que se llamó la electricidad de salón– y orígenes lejanos del cinematógrafo recorriendo las ciudades y la corte. La sociedad estaba acercándose a ese cientifismo tan en boga en los países europeos.

Agustín es literalmente vendido por unos necesitados y desnaturalizados padres al portugués Marrafa, dueño de un circo lleno de criaturas extrañas (la mujer serpiente, el cazador de rayos, las gárgolas humanas…). Allí descubrirá un mundo nuevo y unos personajes tan alucinantes y subyugantes como él mismo, para finalmente acabar viviendo sus últimos días en un Madrid áspero, donde encontrará un anhelado amor, pero también será objeto de deseo del famoso Doctor Velasco, quien lo codiciaba como criatura extraña de la naturaleza que era.

Una de las reflexiones más interesantes que contiene la obra, desde nuestro punto de vista, es el concepto de lo extraño. Esta cuestión se ha tocado con anterioridad en diversas obras, tanto cinematográficas como literarias, del calibre de Freaks, de Tod Browning. Los individuos extraordinarios, como es el caso del gigantón, encuentran acomodo emocional en ciertos microcosmos cerrados. Nos estamos refiriendo al circo, donde viven rodeados de seres que, al igual que ellos, tienen algún elemento “extravagante”. Allí pueden crear lazos afectivos. En este espacio alterado, el normal se acaba convirtiendo en lo diferente. Por ello, Agustín se siente bien en aquel mundo itinerante de domadores y enanos. No lo abandonará hasta que su necesidad de libertad sea mayor que esos encuentros humanos. Agustín no lo sabe, pero sólo podrá encontrar el calor hogareño de un amor cierto junto a otro ser singular y marcadamente diferente. El rechazo a la alteridad es algo real, tanto dentro de los límites de una compañía circense como en la propia sociedad. No dejen pasar de largo esta novela, la disfrutarán.

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