El árbol

El árbol. John Fowles. Traducción de Pilar Adón

Impedimenta. Madrid, 2015. 104 páginas

Por Ricardo Martínez Llorca

Una obra inspiradora que refuerza nuestra conexión con el mundo natural y nos recuerda el placer que produce perderse en él, el valor de no tener ningún plan y la sabiduría necesaria para dejar que nuestro instinto nos guíe con libertad tanto en la vida como en el arte.

John Fowles  (Leigh-on-Sea, 1926 – Lyme Regis, 2005) persigue al bosque como entorno metafórico en el breve pero preciso texto titulado El árbol . No hay personas ni entornos urbanos. Ahora lo presente comienza siendo la memoria. Desde los árboles de la infancia, unos manzanos que su padre mimaba en un terreno ajeno a la fertilidad, el arcilloso jardín de una casa incrustada en la urbe, hasta la descripción de un paseo por el bosque, donde repite sensaciones que podrían resumirse en una intensa tranquilidad inocente. El contrasentido de aquellos árboles da pie al nacimiento de la pasión por la historia natural, por el campo, por el reflejo de sus bondades que cada vez que añora le hacen retornar a los senderos. Y así Fowles va desgranando las virtudes de la naturaleza, cuyo gran emblema son los árboles que crean diversos tiempos, desde el denso y abrupto, al calmado y sinuoso. Pero nunca mecánico, nunca monótono. Como si resultó ser su vida viajando por varias ciudades, en las que siempre se sintió dominado por la sensación de exilio cotidiano.

De modo que la relación que establece con la naturaleza se aleja de los valores científicos. Destila una cierta fitosociología, un término que probablemente el autor desconozca, una palabra espantosa que nos aleja de la preciosa inutilidad, del acontecimiento, del placer estético. Fowles incluso vincula su relación con la naturaleza, con los árboles, a la que mantiene con la literatura, otra preciosa inutilidad. Y en ninguno de los dos casos se arrima a la solución por lógica, por ciencia, por el mismo motivo por el que considera que un manual sobre sexo jamás será un ars amoris. Pero sí descubre, como por casualidad, que en los anales de la narración el bosque estaba presente. Significaba aventura y significaba búsqueda. Para pasar siglos más tarde por la misma oscuridad por la que transcurrieron tantas cosas en la Edad Media. Hasta llegar al hombre de ciudad. Y una ciudad geométrica hará gente geométrica, en tanto que una ciudad inspirada en el bosque hará seres humanos, nos advierte. Al igual que nos advierte de que la verdadera amenaza que puede traer este milenio en el que ya estamos inscritos, radica en nuestro creciente desapego emocional e intelectual de los espacios naturales.

El árbol es un bello texto sobre la memoria y los pequeños viajes, que son los paseos, que no debería pasar desapercibido.

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