‘Viva’, de Patrick Deville

Por Ricardo Martínez Llorca

Viva

Patrick Deville

Traducción de José Manuel Fajardo

Anagrama

Barcelona, 2016

251 páginas

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Dar por concluida una novela puede ser el polo opuesto a dar por madura una fruta. Además, es difícil que caiga por su propio peso. En ocasiones, vuela, aunque sea en vuelo bajo, levantando tras de sí un rebufo de polvo entre el que se deja ver el caos de la faceta creativa, o tal vez el fundamento ideológico de la anarquía. El rito de su composición parece una liturgia de arrebatos, de ataques furibundos contra uno y otro lado del folio transformado en cuadrilátero, provocando la energía de un galope. Y la sensación de que para escribir la novela hay que picar la carne antes de tragarla. En estos casos, el trabajo sucio nos lo hará el tiempo. El lector solo debe conservar la paciencia mientras se deja llevar por tanta aglomeración de datos y personajes avasallando, hasta que comprende que o el autor se enfrasca en un enciclopedia, o ha hecho el mejor trabajo descuartizando para presentarnos lo más eficaz, en cuanto a tacto narrativo, para nosotros.

Esa es la impresión que da este Viva, de Patrick Deville (Saint Brevis Les Pins, 1957), una obra menos estructurada, cronológicamente, que su anterior y excelente Peste y Cólera. O, para ser más precisos, menos dirigida en cuanto a desarrollo temporal. Porque la estructura de la obra es más elaborada, exige una respuesta del lector para que vaya asociando los momentos temporales, obligados por las elipsis que existen al saltar de un personaje a otro. La sensación de mosaico diseñado por un orate, pero perfectamente planificado, da la impresión de que la obra estuviera escrita a vuelapluma. Pero para escribir Viva es necesario tener una erudición imposible como para soportar esa estrategia de escritura. Viva nos sitúa en el México de la primera mitad del siglo XX. Se trata de un país que no sabemos hacia dónde se dirige, que esperamos que vaya hacia donde vaya y con la velocidad que sea, triunfe, se desarrolle o vuelva a ser lo que era cuando tras el paso de todos estos personajes el polvo haya vuelto a reposar sobre el suelo. Porque no se trata de personajes cualquiera. Se trata de Frida Kalho y de Malcolm Lowry, se trata de León Trostky y de Diego Rivera, se trata de Sandino y de Graham Greene. Y tantos y tantos otros. Muchos de ellos conocidos, aunque sea por el seudónimo, como Bernard Traven. Pero en realidad, “como si la literatura debiera ser inventada bajo diferentes seudónimos por un solo escritor exiliado”, es un único amor, un amor plural. La obsesión de Deville por la documentación solo iguala a la que tiene por seres que no dejen rastro. Lo cual lleva a un tour de forcé que nos mantiene en vilo a lo largo de toda la obra.

Porque sin ser nada, ellos contribuyeron a que México fuera todo o la promesa de todo. Él mismo, Deville, viaja a México queriendo rastrear ese tiempo de cambios donde resultaba imposible el mestizaje. Porque sus personajes son egos impermeables. Son cronologías contra la amnesia. De ahí que el mensaje final pudiera ser una relación de este estilo: hambre, opio, boxeo, alcohol, timadores, poetas, decadencia, revolución, burdeles, un dios que nos abandona, la conciencia pequeñoburguesa, el psicoanálisis, exiliados, anarquistas, arqueólogos, abatidos, enfermos, escritores, más anarquistas, surrealismo, celos…Y una invitación a que el lector añada tantos sustantivos y adjetivos como quiera a esta provocativa novela.

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