'Cuando la noche te alcanza', de Juan Manuel Hernández

Hoy se inaugura la feria del libro, y nosotros comenzamos con nuestras recomendaciones. 

Existe Lisboa, pero sobre todo existe la Lisboa de Fernando Pessoa. Una se visita, la otra es un lugar que invita a ser vivido con todo lo contrario a lo que indica su libro más famoso: con sosiego. Y así existe una Sevilla que se visita, pero ya existe otra ciudad, que no termina de ser Sevilla, porque la intención de Juan Manuel Hernández es más musical que geográfica. Define más por la oralidad, por algo que uno tiene la tentación de llamar estrofa, que por la metonimia de tomar al lugar en el que uno vive como representación del mundo. Esa es, en resumen, la impresión que uno se lleva mientras lee este libro de textos breves. No quisiéramos llamarlos aforismos, aunque resuene Cioran de vez en cuando, porque Cioran tenía tanto anhelo por escribir bien, que era capaz de defender una idea en un aforismo y la contraria en el siguiente. En ese sentido, estamos más cerca de Canetti. Pessoa, tal vez el escritor más importante del siglo XX junto a Kafka, queda en el horizonte, iluminando lo que puede ser un crepúsculo o un amanecer. Esa incapacidad para diferenciar uno de otro está al alcance de muy pocos, solo de los que rozan la sabiduría. De ahí que Juan Manuel Hernández prefiera pensar con los pies en la tierra antes que con el vuelo de la esperanza. En la tierra es donde está la música. La esperanza es cosa de ángeles.

Cuando la noche te alcanza

Juan Manuel Hernández

Tolstoievsky
Alicante, 2017
257 páginas

Prólogo

En el Ocaso del pensamiento de Emil Cioran puede leerse: «Existen dos clases de filósofos: los que meditan sobre las ideas y los que lo hacen sobre ellos mismos. La diferencia entre el silogismo y la desdicha». Juan Manuel Hernández, para su suerte e infortunio, acompaña a los segundos.

Cuando la noche te alcanza es el momento en el que observador de la ciudad y de sí mismo se entrega al ejercicio de rememorar la experiencia vivida y convertirla en literatura. Escribir aforismos es una tarea propia de diletantes. Jamás dominará esta disciplina quien no pueda mirar con detenimiento, quien no sepa escribir sin prisas. La noche es su momento. Nos hallamos, pues, ante un texto introspectivo; la obra de un solitario que busca refugio en la intimidad de su pensamiento. Pero también es un libro que, a fuerza de indagar en las sensaciones y en los sentimientos personales, conecta con una vía de comunión universal.

«¿Cómo puede ser que todos aquellos que nos sentimos condenados a pensar, que sufrimos del vicio sobrevenido de la lucidez, desemboquemos en parecidas conclusiones?», se pregunta el autor en uno de sus fragmentos. Hernández aborda en este libro temas comunes a una larga tradición de escritores de fragmentos y de aforismos: el tiempo, la fugacidad del amor, el horizonte del cementerio que delimita nuestra naturaleza efímera; la soledad y la melancolía con las que afrontamos la precariedad del ser humano; y, cómo no, la música en la que encontramos el consuelo. Además, Juan Manuel Hernández comparte con la saga de los pensadores nocturnos la convicción de que en el fondo del pensamiento nos aguarda la fatalidad. La lucidez es un regalo envenenado, pues, si bien en un primer momento nos proporciona la sensación de comprenderlo todo, enseguida nos descubre que comprenderlo todo es una desgracia. Pensar sin concesiones no lleva a la felicidad, ni siquiera a la sabiduría; tan sólo —y no siempre— al orgullo personal de permanecer despierto y no auto-engañarse.

Cuando la noche te alcanza remite al pensamiento nocturno y a la desilusionada visión de la existencia que comparten filósofos como Schopenhauer o Cioran. Discapacitado para la felicidad, como lo han sido tantos pesimistas y misántropos, Juan Manuel Hernández escribe para aliviarse; o dicho con sus propias palabras, para no asfixiarse. Muchos de sus fragmentos surgen del hastío y de la perplejidad. Diríase que la existencia le produce cansancio; y asombro la constante renovación de la vida. A sus ojos todo resulta cuestionable, ya sea una esencia metafísica o una nimiedad cotidiana; da igual que se trate de la religión, de la cosa pública o de la profesión política. Bajo su mirada taciturna y desencantada desfilan tanto las taras de la contemporaneidad (el consumo, las prisas) como las taras de siempre (el gregarismo, el señuelo de la patria). Cierto es que tampoco escapan las taras propias del ego (la vanidad, la charlatanería, la incapacidad para la felicidad). En sus frecuentes ajustes de cuentas se adivina alguien que sabe odiar y despreciar; pero también descubrimos en distintos pasajes que la presencia de sus hijos le redime para la vida; y que el recuerdo de su gente ausente —cuya pérdida lamenta haber llorado demasiado poco— le humaniza. De este modo, la apertura a la ternura —esa peculiar ternura que albergan los cascarrabias— y unas gotas de sensualidad son los antídotos que evitan que este desengañado de la condición humana naufrague por completo en el sin sentir y en el sin sentido.

Por otro lado, la constante presencia de la ciudad en este libro me recuerda los escritos cosmopolitas de Baudelaire, aunque en esta ocasión nos encontremos con un flâneur crítico con la ciudad y reñido con su zafiedad cotidiana. En este libro, Juan Manuel Hernández deambula por las calles de la ciudad y penetra en la opacidad de los lugares comunes para iluminar el otro lado de las cosas. Como buen amante de la fotografía, nuestro paseante destaca en el arte de captar y retratar los instantes. Así nos descubre sucesos anónimos y pequeños incidentes a los que, posteriormente, su escritura dota —o devuelve— un significado pleno. A menudo, se adentra en la ciudad paralela e invisible; y se detiene ante aquellos que han descarrilado en las cunetas de la sociedad, en los fracasados, en los vagabundos devastados por la vida. Ante ellos agudiza la mirada y se convierte en un observador de los paisajes humanos, en un geógrafo de los rostros, en un radiólogo del alma de aquellos con los que se cruza. Su juicio siempre resulta punzante, pero en el fondo no puede dejar de convivir con la conmiseración, que es la forma con la que los solitarios experimentan la comunidad en la desgracia.

En suma, se trata de un libro sincero en el que no se escucha el tono oracular y sentencioso de los moralistas y de los creadores de máximas, sino que se aprecia la franqueza de una conciencia nocturna que muestra sus dudas y sus reservas sobre el mundo y sobre sí mismo: ¿Lúcido, bocazas infatigable, o ambas cosas?

Cuando la noche te alcanza es el momento y el lugar en el que podemos asistir al striptease de un misántropo que mendiga la caricia.

Joan M. Marín
 

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