'El día en que aprendí a volar', de Stefanie Kremser

Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca

El día en que aprendí a volar

Stefanie Kremser

Traducción de Marina Borrás
Entreambos
Barcelona, 2017
286 páginas
 

Empeñados en estrellarse contra las paredes de ese callejón sin salida que es la búsqueda de la identidad, los autores contemporáneos parecen no tener otro tema sobre el que hablar. O al menos no tener otras intenciones. Lo mejor llega a ser preguntarse si la identidad existe, si se puede seguir siendo el mismo ahora que al minuto siguiente. En el ordenador, lo que ayuda es deshacerse de archivos temporales y desfragmentar, hasta que reducimos a lo imprescindible la identidad. Tal vez debamos limitarnos a eso, a ser aquello a lo que queda reducido el ordenador, un poco de lo que no se cambia, como las barras verdes, y un montón de lo que se descompone y debe regresar a su sitio, como las barras rojas y azules, que son, a la hora de la verdad, con lo que nos relacionamos. Así pues, o la identidad es el temperamento inamovible, o son las variaciones con que nos adaptamos a cada instante en función del entorno. Una vez hayamos resuelto el debate, la literatura tendrá poco que decir sobre la identidad, aunque seguirá empeñada en tratar sobre la búsqueda. Es como la felicidad o la dignidad, o como la libertad. Ahora mismo, lo mejor es, tal y como lo plantea Stefanie Kremser (Düseldorf, 1967) dejarlo en un agradable viaje por motivos de seguridad.

Hemos dicho seguridad porque uno necesita alguna certeza básica a la que agarrarse como se agarra al tarro de mermelada de la abuela durante las crisis de ansiedad. Esta certeza es regresar a la madre, aunque solo sea para que la hija guarde un dibujo en la mente de quién fue esa persona tan joven, que apenas tenía edad para procrear y pocos instrumentos para educar a un bebé, que abandonó a la criatura nada más nacer. El padre, rodeado de amigos tan incondicionales como peculiares, decide tomar las riendas de la búsqueda al darse cuenta de que, siendo ya adulto, no tiene nada que perder si se mueve.

Dividido en tres partes, como una sinfonía, la que ocupa las páginas centrales es un interludio en el que Kremser nos lleva hasta el tabú de la parte inhumana de la condición humana, reflejada en una secuencia de la Segunda Guerra Mundial que condicionará los orígenes de los protagonistas. La emigración, la deserción y el sentido de la lealtad, tanto el familiar como el social, son los que definen aquí al individuo. Decimos individuo, no personajes de la novela, a los que conoceremos mejor en las otras dos partes. Aquí, en realidad, Kremser nos lleva a lo que es común y ya ineludible del siglo XX, las historias de migración forzadas, las pérdidas de raíces que provocan que uno hasta se desentienda, en un momento dado, de lo que no puede haber sido más suyo dentro de las cosas de las que puede desprenderse. La madre, por ejemplo, no se deshace de un temperamento tropical, ni el padre del lógico. Ella es brasileña, él alemán. Pero en definitiva esta agradable obra no versa sobre la identidad. Al final nos damos cuenta de que versa sobre las ganas que uno tiene de perdonar. Ese es el motor de búsqueda del sistema operativo del personaje, el padre, que pone en marcha la acción por el bien de su hija. No se puede ser más tierno, en el buen sentido de la palabra tierno.

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