La guerra contra el planeta de Antonio Elio Brailovsky

La guerra contra el planeta

Antonio Elio Brailovsky

Clave intelectual
Madrid, 2018
285 páginas
 
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca / Fuente: Tan alto el silencio

Se está haciendo cada vez más tarde. Y este viaje, que empezó con la peste negra, solo tiene billete de ida. El libro que nos presenta Antonio Elio Brailovsky (Buenos Aires, 1946) es un clamor de advertencia. Porque el proceso parece irreversible y a lo más que podemos aspirar es a ralentizar el tren, no a detenerlo, y mucho menos a revertir su marcha. De ahí que para empezar a enunciar y analizar un poco los grandes desastres ecológicos de la historia no tome como punto de partida la Revolución Industrial, que suele ser el lugar común, sino la Peste Negra. Es un tiempo en el que los desastres ecológicos, eso sí, no tienen escala planetaria. De hecho, no elige el cambio climático o el agujero en la capa de ozono. Elio Brailovsky se centra en desastres que pudieron evitarse a escala humana, con decisiones que casi podía haber tomado una sola persona o un pequeño grupo de personas, los hombres del poder político y económico. ¿Por qué renunciar a la escala mundial? Posiblemente por la dificultad del principio de prevención que cree que debe imponerse. En otras bocas, ese principio se llama sentido común. Y traducido a las opciones que tenemos, sería el derecho ambiental el encargado de servir de guía de trabajo, pues la conservación de la naturaleza es ya un principio activo. No sirve dejarla a su libre suerte, abandonarla, pues la magnitud del daño es tal que la recuperación es irreversible. Sirva como ejemplo la degradación del suelo amazónico, pues en contra de lo que damos por supuesto, no es un suelo rico en nutrientes. El suelo amazónico se está alimentando, en su primera capa, por la constante caída y muerte de follaje y detritus. Arrasado, aunque solo sea para abrir un camino, se transforma en un suelo laterítico. Sería tan fácil que allí creciera una planta, como que lo hiciera en una pista de tenis de polvo de ladrillo.

Elio Brailovsky aboga por una gestión de riesgo que limite los impactos, en caso de que estos sean accidentes inevitables. La acción del hombre, vuelve a no ser un principio de conservación pasivo. El accidente de la central de Fukushima o las consecuencias en Nueva Orleans del huracán Katrina, podrían haberse reducido de no haber gestionado la construcción de la central nuclear y de la ciudad bajo el principio de mínimo gasto. La aparición de estos casos resulta en principio un tanto extraña: es una ciudad, es una planta nuclear. No estamos hablando de bosques. Pero para Elio Brailovsky el ser humano es otra forma de naturaleza, y su calidad de vida forma parte del derecho ambiental. Eso supone tener en cuenta la vulnerabilidad del ser humano y, en ese sentido, entra en juego la lucha de clases. Los muertos a consecuencia del huracán o del tsunami, fueron principalmente mendigos y clase baja. Por otra parte, añade el principio de incertidumbre, lo cual obligaría a una política de grandes prevenciones. Elio Brailovsky no lo comenta, pero la salud ambiental no entra dentro de las liquidaciones del balance de crecimiento económico. Tal vez ya sea hora de encajarlas ahí, o tal vez ya sea hora de inventarse una economía basada en algo distinto al crecimiento económico, otro factor de escala mundial que no menciona, pero que afecta a los ejemplos que trata, pues se refieren a empresas y beneficios: la minería, la agricultura, el petróleo, etc.

En buena medida, el hombre, o el hombre que decide, trata la Tierra bajo el principio de la minería. De ella se puede extraer todo, desde los nutrientes que alimentan a las plantaciones de soja transgénica, sustituidos por pesticidas y herbicidas, a los gases que envenenan. A ser posible, todo el tratamiento de estas materias peligrosas se produce en lugares en vías de desarrollo, donde al margen de la degradación continua, las medidas de seguridad son mucho más laxas y los medios de comunicación están al servicio de las multinacionales. El estallido de Bhopal, en la India, o los vertidos de petróleo por el uso de barcos monocasco, son algunos de los ejemplos a los que recurre. Pero también está la propia minería y el cianuro. Dada su nacionalidad, conoce de primera mano las consecuencias que tiene la extracción mineral en lugares recónditos de la cadena montañosa de los Andes. Algo que afecta a las poblaciones locales y que dejará una herida tóxica durante centenares de años. ¿Por qué hemos llegado a esta situación? Por el uso militar del planeta. Ese es el principio rector que afecta a la forma en que lo tratamos. No porque el agua que se extrae de los cimientos de la ciudad de México se emplee para usos militares, pero sí por el empecinamiento, que se remonta a años atrás, de conquistar y colonizar ese enclave. Ese paralelismo se puede aplicar a la Peste Negra y las Cruzadas, o a Fukushima, pues la investigación en la ciencia nuclear se produce mayormente para casos de guerra. Existen muchas otras maneras de obtener la energía que producía aquella planta nuclear. El libro es demasiado humano como para ser cierto. Pero lo es. Apenas concede un hueco por el que introducir una cuña de esperanza. Su utilidad es divulgativa, por mucho que duela.

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