Carta de Adriano

FRANCISCO CERVILLA. @cervillasfj

Entre un desorden de libros que creía manejar busco, sin éxito, Nada que temer de Julien Barnes. Desde que renuncié al orden implacable de las estanterías un pequeño laberinto se ha vuelto inevitable. A cambio, cuando revuelvo, suelo encontrar alguna sorpresa, algún prodigio olvidado.

Quería leer un texto literario sobre el paso del tiempo y, en lugar del libro de Barnes, doy con esa larga e inmensa carta titulada Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, y que hace tanto, tantos años, leí.

Coincidencia entre el asunto de mi interés y el paso de mi propio tiempo, propiedad que uno siempre cree tener y no tiene.

Esta pretensión, dice James Salter en Quemar los días, sólo ocurre al principio, más tarde, cuando la gente comienza a irse a las estrellas el tiempo se rompe, deja de ser lineal, y empiezas a entender que no eres inmortal.

Y entonces todo, escribe Yourcenar, se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos.  

Una vez leídas de nuevo las Memorias y antes de concluir el libro, Yourcenar en su post scriptum advierte: El tiempo no cuenta. Siempre me sorprende que mis contemporáneos, que creen haber conquistado y transformado el espacio, ignoren que la distancia de los siglos puedan reducirse a nuestro antojo.

Esta reducción es lo que hizo Yourcenar con su obra sobre Adriano. Realizó un intenso y dilatado trabajo de elaboración que después condensó. Se documentó y viajó por los caminos y países que transitó el emperador. Sufrió la desesperación del escritor que no escribe, tal vez también padeció el desamparo que puede producir el hecho de enfrentarse a la escritura, causa de su deseo: comenzó e interrumpió la novela, la perdió, la destruyó, la retomó y tras veinte años la terminó.

Se dio un largo tiempo de comprender, durante el cual Yourcenar se acerca a Adriano, o se aleja de él, observa al hombre culto, al soldado, al emperador, al amante, y cuando por fin se encuentra instruida, versada sobre él, lo inventa.

Acto de creación con el que Yourcenar pasa de lo escrito, y estudiado por ella, a una nueva escritura con la que explora un terreno desconocido, abriéndose paso con las palabras, y las suyas parecen volar, para  descubrir a un Adriano inédito.

Disuelve las convenciones del tiempo, única forma de tratar un pasado que es presente. Poco importa qué pensara Adriano, o la veracidad biográfica de la narración, importa la verdad del texto, no tanto su contenido sino su construcción, las escansiones en las que se juntan un fugaz instante de escritura y la discontinuidad del tiempo, límites de la escritura que, eventualmente, marcan también la lectura cuando el lector nota que allí hay un secreto escondido, una laguna que le incumbe.

En la obra, Yourcenar, recrea una época de leyenda y construye la historia de un hombre público, de una clase hoy extinguida, que describe con una cita de Flaubert: “Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en el que el hombre estuvo solo…”

A ese hombre solo dedicó la escritora una parte considerable de su solitaria tarea de escribir. Su escritura apacible y de apariencia liviana, da voz a Adriano en el último trecho de su vida. Desde su ocaso el emperador rememora su trayectoria vital, bajo el lenguaje poético de Yourcenar.

La autora le presta su inspiración, silenciosa le deja decir, le entrega sus portentosas palabras para construir un relato articulado en sosegadas frases y párrafos, aire y luz  que salen de una prosa exquisita depositaria del soliloquio de Adriano, su pensamiento, sus inquietudes, sus dudas últimas.

En sus notas finales, como si quisiera depurar los irremediables puntos de fuga de su escrito antes de entregarlo a sus lectores, Yourcenar aclara: “Si decidí escribir estas Memorias de Adriano en primera persona, fue para evitar en lo posible cualquier intermediario, inclusive yo misma.”

Ella no es Adriano, señalarle eso, como lo han hecho, sería una obscenidad, subraya.

Una carta es una palabra dirigida al Otro que invoca una respuesta. No hay mejor respuesta a la carta de Adriano que su lectura.

“Querido Marco…Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”: comienzo y final de la extraordinaria epístola que abrochan la misiva de Adriano dirigida a su eventual sucesor al frente del Imperio.

Y así entra Yourcenar en la vida de Adriano, despierta por su escritura, tomando posesión de un mundo interior: el suyo propio pero también la imaginaria intimidad de otra época, la del soberano. Y matiza, en pugna permanente con el lenguaje: todo lo que ahí cuento está desmentido por lo que no cuento.

Los ojos abiertos y despedida serena, anhela el emperador, escuchando la prolongada queja de las olas, vagando por ese lugar que no conocerá jamás, con la fe puesta  en la muerte, ese nombre de la nada, imposible de saber, y sin embargo única forma de soportar la vida.

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