Michel Houellebecq y Dios, “ese guionista mediocre”

JOSÉ DE MARÍA ROMERO BAREA.

Proyecta el autor su invectiva contra todas las clases sociales, con desdén indiscriminado: “¿Era capaz de ser feliz en soledad? No lo creía. ¿Era capaz de ser feliz en general? Creo que es la clase de preguntas que más vale no hacerse”. Nunca se retracta el poeta y novelista Michel Houellebecq (Saint-Pierre, 1956) de sus controvertidos puntos de vista. Ofender parece ser su empresa, o la de su alter ego, Florent-Claude, el ingeniero agrícola protagonista, escritor de informes comerciales para el ministerio de agricultura francés, víctima de un odio irracional al que se dedica con esmero: “Evitamos volver a ver a los amigos de juventud para no confrontarnos con los testigos de nuestras esperanzas frustradas, con la evidencia de nuestro propio aplastamiento”. Lees sus retahílas y escuchas la diatriba insistente de alguien determinado a llevar la contraria.

La ambivalencia permea Serotonina (Anagrama, 2019), incluso si las posturas radicales convierten al interlocutor en alguien abyecto e intolerable: “Pero por qué arrastrarme hacia esas escenas pasadas, como se suele decir, quiero soñar, no llorar, como si pudiéramos elegir (…) Dios es un guionista mediocre”. Los ritmos de lo procaz desafían las convenciones en un volumen iconoclasta donde el antihéroe, el nihilista, el misántropo narrador, produce antimodernos panfletos difíciles de digerir, al modo de Samuel Beckett, Henry Miller o Charles Bukowski.

Pastiches de Gide, Proust, Giono, Mauriac, Sartre o Camus, se suceden en la perorata delirante, atrapada en una existencia sin amor pero con sexo, resumida en escenas de bestialismo, abuso infantil, impotencia por el abuso de sustancias psicotrópicas y apartes despectivos contra la humanidad, en abstracto, como en una sátira de Swift: “La gente no escucha nunca los consejos que le dan, y cuando los pide es específicamente para no seguirlos en absoluto, lo que quiere la gente es que una voz externa le confirme que se ha metido en una espiral de aniquilación y muerte, los consejos que se da la gente desempeñan exactamente la misma función que el coro trágico que confirma al héroe que ha emprendido el camino de la destrucción y el caos”.

En uno de los muchos pasajes visionarios de la saga, campesinos normandos organizan un bloqueo de carreteras en mitad de choques policiales. Se complace la narración pseudoépica en la paradoja del genio monstruoso, coexistencia que fascina y nos epata a partes iguales: “Tenía que bajar, bajar todavía más al sur, ahuyentar lejos de mí toda esperanza de una vida posible”. Su singularidad revoluciona, una vez más, el engredo novelístico abortado a la sombra del realismo naturalista. El creador de Las partículas elementales (1998) vuelve a romper las normas a medida que se debate entre la intolerancia y la xenofobia: a merced de corrientes irracionales, incurre en lo políticamente incorrecto.

Fiel a la tradición gala de no (solo) complacer, sino (también) exigir desobediencia, se indigna la jerga desenfadada, en la tradición de Cocteau, Colette, Genet o Baudelaire. El estilo del narrador de Plataforma (2001) radica en su cinismo mordaz y burlón: “[El antidepresivo Captorix] es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible. No crea ni transforma; interpreta. Lo que era definitivo lo convierte en pasajero; lo que era inevitable lo vuelve contingente”. A pesar de toda la vulgaridad de la que es capaz, el aspecto más sobresaliente de Serotonina es la industria involucrada en su desmán: “Transformando la vida en una sucesión de formalidades, permite engañar. Por lo tanto, ayuda a los hombres a vivir”. Sin una pizca de arrepentimiento, el discurso se revuelve en torno a sí mismo, se desgrana en incidentes y conversaciones no dramáticas, abandonado al estilo desnudo, puro, sin aditivos.

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