‘Diarios del agua’, de Roger Deakin

Diarios del agua

Roger Deakin

Traducción de Miguel Ros González

Impedimenta

Madrid, 2019

406 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Roger Deakin (Watford, Inglaterra, 1943) nos recuerda el adagio de W.H. Auden que reza que “una cultura no es mejor que sus bosques”, una idea que flota a lo largo de toda esta obra y que nos va resultado de un enunciado desconcertante a medida que nos adentramos en ella. Resulta extraño el uso del posesivo, como si diéramos por supuesto que los bosques, y con ello queremos decir toda la naturaleza, perteneciera a una cultura; como si partiéramos del principio antropocéntrico que supone que la Tierra está al servicio del hombre, que es el hombre quien crea la cultura. Es cierto que crea los nombres, no solo con los que se designa cada objeto natural, cada trozo de existencia con un espíritu latente, de los que Deakin va dando buena y bonita cuenta a lo largo de este libro, sino que incluso crea la propia palabra cultura tras gestar su concepto. Pero los bosques son anteriores al hombre y uno se siente tentado a asegurar que de pertenecer algo a alguien sería, más bien, la cultura a los bosques.

La sensación que da la lectura de estos Diarios del agua es que Deakin también sostiene esa impresión y nos transmite la sensación sin descanso. Su anhelo es el de convertirse en agua, ser parte del agua, habitar en el agua con idéntica naturalidad a la que proyectamos habitando en las ciudades, guardianes de una cultura bastante desnaturalizada, por otra parte. Para Deakin nadar es una meditación, en el mismo sentido en que puede serlo atender a las inhalaciones de aire. Nada en pozas, en ríos, en el mar, en lagos y en spas naturales, y en todos ellos destaca la presencia de la naturaleza, que va enunciando dato a dato, objeto a objeto, planta a planta, animal a animal, consiguiendo el efecto de convivencia con Gaia, el espíritu del planeta Tierra, que conocemos como armonía. Su objetivo es ser consciente de que somos naturaleza, nosotros también, y recuperarse de la mala nostalgia que su ausencia nos está provocando. Confiesa, en cierto momento, que le molesta sentirse un intruso cuando se acerca a las formas del agua y que pretende derribar esa sensación incómoda.

Y consigue derribar, también, la distancia que separa al lector del autor. No se trata de un viaje por Gran Bretaña de baño en baño, de rincón de naturaleza en rincón de naturaleza, en el que acompañamos al protagonista, al narrador; se trata de una inversión de los términos de comunicación narrativa, como si fuera él quien nos acompañara a nosotros, de tanta amabilidad con la que se expresa, de tanto cariño con el que actúa. Nos da paso a su mundo y nos reencontramos con un espíritu hippy a finales del siglo pasado, con un último reducto de resistencia frente a la civilización: “Nadar sin estar bajo techo se considera hoy día una actividad ligeramente subversiva, como tener un huerto o reivindicar el derecho a caminar por cualquier sendero o montar en bicicleta”. Es una rebeldía inocente, como lo era la del pintor Constable, que es la mayor influencia que se respira en estos diarios que reflejan hechos, pero también sueños. Porque las emociones de los sueños son tan intensas como las de la realidad o, para ser más exactos, son tan reales como las que nos sacuden de los contactos con entornos. Deakin elige, como deberíamos hacer todos, un ambiente nada hostil, excepto, como le recuerda alguna autoridad en algún momento, por los contaminantes que transporta el agua, fruto de una cultura que no solo es peor que los bosques, es que los ataca.

Por eso lo que pretende es aprender las mismas cosas que saben los delfines o las nutrias, las que no agreden. El agua significa volver a nacer. Venimos del agua y nacemos desde ella, pero es con agua con lo que se acostumbra a significar los segundos nacimientos, los bautismos. Es el elemento primario, el original, el cimiento, al que regresa para leer la naturaleza cuya pérdida vivimos con una neurosis excesiva, y somos tan absurdos como para no terminar de aceptar esta enfermedad, como para creer que ese es nuestro estado larvario. De ahí que Deakin vaya reflejando, a su paso por cada paisaje, un modo de vida que ya no conocemos, épocas pasadas, sin rencor, sin melancolía, hablándonos de las posibilidades que todavía tenemos de una vida más humana, de volver a las dimensiones, incluida la del tiempo, adecuadas a nuestro tamaño, a lo que somos. Como hacía Constable. Como hacen los documentalistas que se dedican al mundo animal, sobre todo al microcosmos. Como hace cualquier persona con una curiosidad sana, y la curiosidad o es sana o es una maldición. Y nos recuerda que todo nosotros podríamos hacer lo mismo que él: pasear, nadar, escribir. Eso sí, Deakin nos sorprende con una sencillez destiladísima en las cocinas de la sensibilidad: “Me sumerjo como el zorro que quiere deshacerse de sus pulgas. Dejo mis demonios en las olas”.

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