‘El par de senos más bellos del mundo’, de Roland Topor

PEDRO PUJANTE.

Cuando leemos a Roland Topor, como ocurre con Rabelais o algunas de las piezas más irónicas de Sade, comprendemos que el humor se inventó para poder enfrentarnos a lo terrible sin convertirnos en damnificados. Topor, conocido, sobre todo, por aquella extraordinaria novela que Polansky llevó al cine, El quimérico inquilino, y por el Teatro Pánico, que fundó junto a Jodorowsky y Arrabal, también habrá de encontrar un hueco en nuestra memoria literaria por estas breves piezas en las que se condensa con gran fuerza todo su potencial narrativo: la claridad de estilo, la mirada vitriólica de un mundo absurdo y cruel y su gran capacidad para construir personajes esperpénticos y situaciones surrealistas que sin dejar de ser divertidas también son objeto de estupor. Pero, a pesar de que muchos de estos cuentos participan del absurdo e incluso de lo fantástico, el tono frío, cercano, coloquial o periodístico del narrador nos invita a acceder a ellas como si fuésemos testigos de una “realidad” deformada. Son relatos provistos de una fantasía cotidiana, de un humor negro y de una ironía con la que Topor toma las debidas distancias para criticar a todos y a todo.  De este modo logra, como decimos, deconstruir y deformar la realidad, y con ella la sociedad y sus costumbres. En realidad, ¿no es toda la literatura un intento, por parte de sus autores, de crear, es decir, de deformar la realidad y así reinventarla?

Los universos creados por Topor en estos breves relatos tienen la vaga apariencia de escenarios reales pero, como las novelas de Kafka, no hacen sino consignar otra realidad, en la que lo que sucede guarda un oscuro paralelismo con nuestro mundo. Así, el lector encontrará aquí situaciones inverosímiles y desternillantes, aunque también grotescas, absurdas, alegóricas y delirantes que funcionan como sucias metáforas de nosotros mismos. La risa de Topor es cruel y con sus personajes practica un escarnio de gran sadismo.

Los personajes de estos cuentos no pueden ser más carismáticos, divertidos, extraños y ocurrentes: la Muerte paseando por un salón parisino, asesinos desmemoriados y niños que celebran ritos satánicos. Un padre que olvida a su hijo en una estación, un hombre que adquiere dos bellos pechos, una mujer dividida entre su devoción religiosa y su amor carnal por el Papa. Dos amigos cuyos pasatiempos consiste en hacer la guerra, matrimonios disfuncionales, borrachos, inventores de religiones, sádicos, locos, tiranos, artistas y también escritores. Todos son parias, despreciables, prescindibles.

Estos cuentos son divertidos y bajo su aparente sencillez subyace una ácida reflexión, una despiadada crítica social/cultural/estética/moral que nos remite a un tiempo (el de Topor) en el que la corrección política no se había todavía convertido en una barrera estúpida con la que lidiar. Algunas piezas, ciertamente, adolecen cierto esquematismo, aunque el conjunto del libro está a la altura de la gran literatura.

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