‘La chica salvaje’, de Delia Owens

La chica salvaje

Delia Owens

Traducción de Lorenzo F. Díaz

Ático de los libros

Barcelona, 2019

380 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

El espacio fronterizo lo marca la ausencia de líneas de frontera. Se trata de un territorio en el que los habitantes pueden construir sus propias leyes o, lo que viene a ser más exacto, la carencia de quien mantenga las que existen permite la existencia de lo inverosímil. En un territorio como el contemporáneo, mapeado en Google y al acceso de cualquiera que tenga un Smartphone en el bolsillo, el territorio fronterizo es casi inexistente. Incluso los espeleólogos tiran del sistema cuando se encuentran a varios metros de profundidad. De ahí que Delia Owens (Georgia,1949) haya necesitado echar la narración varios años atrás para que resulte creíble. O al menos creíble dentro del marco más general de los Estados Unidos. Es así como revisita el mito del niño salvaje, que es, en este caso, el mito del niño abandonado. Tiene que ver con Robinson, por el plan de supervivencia en la naturaleza, pero tiene mucho más que ver con la imposición de una soledad contra, precisamente, la naturaleza.

La protagonista de esta novela se ve obligada a descubrir las herramientas que la mantendrán viva tanto en las marismas y los bosques, en los límites entre el agua y la tierra, como en el contacto humano. Éste último resulta medidísimo y extraño, algo así como un bombardeo en el corazón de la inocencia, pues la protagonista estará sometida a la escasa educación sentimental que puede generarse en un entorno sin otras personas. De ahí que sus impulsos se controlen sin mando a distancia, sin los mismos límites que a los demás nos enseñaron a levantar frente a situaciones delicadas. Kya, que es como se llama, pese a todo ello consigue mantener cierta entereza, aunque confunda el amor verdadero y la pasión auténtica, porque entrará en una edad, la adolescencia, en la que el empuje de las emociones arrasa con cualquier iniciativa que se geste en la cabeza.

La novela navega entre el realismo social impuesto por la figura de una niña abandonada, -un padre maltratador, una madre ausente- y la cierta intriga que resulta de un asesinato irresoluble. Owens utiliza el tiempo con elasticidad, llevándonos de los años cincuenta a los sesenta, y a los setenta, en unos viajes de ida y vuelta, de manera que no resulta complicado reconstruir el hilo lineal de tiempo. La novela está redactada con cortesía para el lector, sin complicaciones sintácticas, para ayudar a centrarse en la trama. Aunque lo que de verdad importe sean los temas referidos a la condición humana: cómo alguien se ve obligado a forjarse un presente siendo manejable, estando sujeto a la voluntad de quien se le acerca, teniendo que confiar en que no exista maldad en las personas. Pero la maldad existe, y no cualquier compañía es mejor que la atronadora soledad. Los prejuicios sociales y la vinculación de doble sentido -sana y enfermiza- con la naturaleza, también están presentes en esta obra que nos advierte sobre la facilidad con que se puede derribar la inocencia.

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