‘La casa más lejana’, de Henry Beston

La casa más lejana

Henry Beston

Traducción de Inés Clavera e Irene Oliva

Volcano

Madrid, 2019

186 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Dentro de la comunidad humana hay individuos que viven hacia el exterior, hacia su exterior. Se trata de gente para quien la intensidad de los acontecimientos sucede fuera de la piel, sobre todo en contacto con los demás. Se trata de personas para las que el fundamento de vivir consiste en querer y ser querido, y su principal manifestación: estar con la genta a la quieren y les quiere. Salir de viaje tiene un tanto de condena para ellos, pues se alejarían de aquello por y para lo que viven. A no ser que se arriesguen para encontrar fuera la falta de amor que sienten allí donde paran en la actualidad, o donde han estado todos los días hasta la fecha. Y luego están los que viven hacia su interior. Para ellos el viaje es algo bastante natural, pues a todos nos faltan demasiadas piezas dentro de la condición humana, del alma sensible, de lo que somos o deberíamos ser, de las opciones de mejora, de la educación sentimental; y ellos confían en hallar eso que nos falta en algún lugar del exterior, con el objetivo de atraerlo, de integrarlo, de saberse un poco más completos, un poco más satisfechos, un poco mejores emocionalmente, sentimentalmente, sensorialmente. La mayoría de nosotros pertenecemos al primer grupo, pero admiramos a quienes distribuyen la utopía del segundo.

Y luego está Henri Beston (Quincy, Massachusets, 1888 – 1968), que es capaz de aunar con poesía las virtudes de quienes se instalan en el primer grupo y el valor de los que pertenecen al segundo. Y, por suerte, divulgarlo, y hacerlo con mucho estilo: “Qué gran gesto de fe antigua y valor presente es semejante vuelo, qué desafío a las circunstancias y a la muerte”. Se está refiriendo al vuelo de las aves, pero la lectura alegórica, sin duda, tiene que ver con el tema sobre el que trata este libro, La casa más lejana: los principios de la libertad humana y los vínculos entre estos principios y el alma. Pues lo que para las aves es el vuelo, para el hombre es la capacidad de sentir con el alma. Y Beston siente mucho, observa mucho y siente con una intensidad bárbara, que raya en la iluminación, todo lo que siente. Que no se nos entienda mal, cuando mencionamos la iluminación nos referimos a ese tipo de seres cuya presencia aparta la oscuridad, no a quienes deslumbran. Y así nos enfrentamos a un texto que posee lo más honesto de los mejores libros de poesía, con una obra que va separando lo terrible de lo hermoso y quedándose en la belleza.

De ahí, por ejemplo, esos centros de atención sobre los que salta en función de la época del año, como por ejemplo las aves migratorias y los naufragios. La selección no es gratuita, como tampoco lo fue elegir Cape Cod para esta temporada de entrega a la naturaleza. Si para Thoreau Cape Cod era el lugar donde saberse paseante y recibir el beneficio que proviene de la entrega a la naturaleza, para Beston es el sitio en el que se reconoce como parte de la naturaleza, allí donde se destila la esencia de lo que es, de lo que somos, y despojados de todas las neurosis que nos hemos inventado, retornamos al único círculo del que no deberíamos haber salido: la epopeya de ser natural. Pero, eso sí, una epopeya llena del más sencillo lirismo, tanto que, a estas alturas, nos puede hasta resultar extraño, demasiado extraño, pero, sin duda, elegiremos habitar en él.

Beston se expone como los pintores románticos exponían a sus retratados frente al paisaje. Es El caminante frente al mar de nubes, de Caspar David Friedrich, y es el caminante que se adentrará en el mar de nubes, lo atravesará y escuchará cada canto de cigarra y se aproximará a cada espolón natural de la costa para ver hasta los límites del océano. Porque debe alejarse de los términos de paisaje para adentrarse en el lugar y permitirse ver lo que necesita ver, que es lo que nos entregará con “las materias primas de personalidad y de voz”, como apunta Robert Finch en el prólogo.

“El mundo de hoy está exangüe por la falta de cosas elementales, de fuego antes las manos, de agua manando de la tierra, de aire, de tierra amada bajo los pies”, nos advierte Benson, entre este texto de “fonemas dramáticos”, por utilizar, nuevamente, una expresión de Robert Finch. Estamos frente a una obra de momentos, pero cada momento, cada incidente, es reflejado con un espíritu purísimo que nos invita a sacar lo mejor de nosotros mismos, a comprometernos con la liberación que supone reconocer nuestra propia identidad, a vivir hacia dentro y a vivir hacia fuera, a viajar a pie, a ser buenas personas:

“La Naturaleza es una parte de nuestra humanidad, y sin cierta conciencia y experiencia de este misterio divino, el hombre deja de ser hombre. Cuando las Pléyades y el viento que ondula la hierba dejan de formar parte del espíritu humano, una parte de carne y hueso, el hombre se convierte, como si dijéramos, en una especie de forajido cósmico, que ni tiene la compleción ni la integridad dl animal, ni el derecho inherente de una verdadera humanidad”.

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